“La principal ocupación de mi vida
consiste en pasarla lo mejor posible.”
(Michel Eyquem de Montaigne)
Por Ignatius J. Batelmo
Sevilla, 11 de abril de 1982.
Esa mañana, Eusebio se despertó con ganas de aventura. Quizás se debiera a que retomar ávidamente la lectura de Julio Verne le había animado el carácter, o a que su corazón latía más deprisa las últimas semanas ante el inminente nacimiento de su segunda hija, pero resultaba patente que las ansias de explorador estaban a flor de piel.
- Me voy a casa de mis tíos, Pequeñita – le espetó a su mujer, mientras esta remoloneaba en la cama como acostumbraba cada fin de semana –, que les prometí ayudarles a ordenar el trastero. A lo mejor encuentro algún mueble que te guste.
- Umm, vale, buenos días, ¿no?
- Buenos días – le susurró al oído mientras le daba un beso suave en la mejilla – solo es un ratito. No te preocupes, que comemos juntos.
Antes de marcharse, entró en la habitación de su hijo que aún dormía plácidamente y le dio un beso en la frente. Hacía una mañana espléndida de domingo de Resurrección y Eusebio ni siquiera tuvo que ponerse una chaqueta. Para ir al fútbol esa tarde quizás sí la necesitaría, pero para lo que tenía previsto a esas horas no sería necesario.
El trastero de la calle Asunción estaba situado en lo que debería ser la sexta planta del edificio. A cada lado del largo y estrecho pasillo se situaban ocho puertas. La penúltima del lado izquierdo era el objetivo del flamante explorador don Eusebio Mutis Álvarez-Palacios, quien por unas horas había abandonado su lacerante labor como abogado laboralista, para dedicarse al descubrimiento de nuevas sendas entre alfombras y cabeceros, a la excavación sobre ingentes capas de polvo y a la batalla contra crueles arañas y mosquitos. La llave la había conseguido en la mañana del jueves santo mientras tomaba unas cervezas con su tío Manolo en Donald, el bar con el mejor solomillo al güisqui del mundo. Así que esa mañana, a una hora tan temprana no quiso perder el tiempo y subió directamente hasta el sexto piso.
En sus visitas anteriores, siempre acompañado de familiares, se había centrado en ir agrupando algunos libros y papeles en diversos montones, sin prestar atención a los títulos, de manera que parte del trabajo que quería emprender esa mañana estaba ya adelantado. Se agenció un banquito de tres patas, rescatado de entre telarañas de cierto grosor, y comenzó a echar una ojeada a los documentos que tenía apilados. El espectáculo de la nostalgia y la emoción similar a una mañana de Reyes Magos se empezaban a abrir paso en la mente de Eusebio. Y en sus glándulas lacrimales.
Comenzaron a circular recuerdos a medida que hojeaba los viejos manuales de Derecho Mercantil de Salvador López Sanz y de Joaquín García Naranjo; la colección de TBO del Jabato, del Capitán Trueno y de Altamiro de la Cueva; novelas que había devorado en su juventud como “El perro de los Baskerville”, “El tulipán negro”, “Crimen y castigo”, “El árbol de la ciencia”, “Los Miserables”; el ejemplar de “Astérix el Galo” que su primo Luis había comprado en Burdeos… Pasó con esos ejemplares unas dos horas, entretenido, sonriente y con lágrimas corriendo por las mejillas. No era tan sólo la calidad de esas páginas la que le conmovía, sino las ventanas al pasado que su lectura iba abriendo, un tiempo que empezaba a parecer lejano ahora que la vorágine de su vida como padre y abogado no le daba espacio para disfrutar de los momentos que había vivido en paralelo a esas lecturas.
Mientras releía algunos pasajes, su vista se vio sorprendida por una vieja carpeta que tiempo atrás debió ser azul, con las gomillas desgastadas, de la cual sobresalían unos papeles amarillentos desordenados. Sobre la tapa, unas líneas se entreveían bajo la capa de polvo: “Viajes y otras aventuras”. Se dispuso a abrirla con delicadeza. Allí habría unas cuatrocientas hojas, algunas redactadas a máquina, otras manuscritas, e incluso páginas recortadas de libros y revistas, con un sinfín de tipografías y caligrafías distintas. El incómodo banco de tres patas no era el lugar más idóneo para examinar aquellas pequeñas joyas. Echó una mirada alrededor, rescató un pequeño arcón de debajo de unas sillas rotas, y cerró tras de sí, seguro de haber encontrado un apetecible regalo para su esposa.
- ¿Dónde vienes con ese trasto?.
- Muy buenas tardes… ¿qué hay de comer, Pequeñita?, – contestó Eusebio haciendo caso omiso del punzante ataque de su mujer contra el arcón –. ¡Ah!, y no te preocupes que lo importante es el interior – reaccionó a continuación, mostrándole la carpeta que había rescatado del trastero.
- Muy bien, pero ten cuidado donde te pones con eso que vas a manchar todo. La comida estará lista en quince minutos. Espero que la mesa esté puesta.
- Sí, claro… no te preocupes.
Dejó la carpeta en una esquina de su escritorio y se dispuso a hacer un poco de vida familiar. La bajada a la realidad que la llegada a su domicilio había supuesto, le despertó de la ensoñación con la que había venido conduciendo su Renault 14 verde botella desde la calle Asunción. Estaba claro que ya no era un niño y no tenía tanto tiempo como antes, cuando se ponía a repasar a lápiz las fronteras de los países en su antiguo atlas con tapas naranjas. No lo era, pero su entusiasmo no había disminuido. Simplemente estaba latente, esperando la oportunidad precisa.

Pasaron las horas, hasta que no se hizo de noche no llegó la tranquilidad al piso que ocupaban de alquiler en la calle Brasil. No había disfrutado lo acostumbrado mientras jugaba con su hijo a las chapas. Ni siquiera se había emocionado con la aplastante victoria del Sevilla sobre el Zaragoza. Con la oscuridad y el consiguiente silencio, era el momento propicio para sumergirse con devoción dentro de los papeles que le aguardaban en “Viajes y otras aventuras”, un título quizás demasiado evocador, y sobre el que hasta ese momento no había caído en la cuenta que no casaba con la personalidad de sus tíos. Mirándolo con cierto detalle, aquella tampoco era la letra de ninguno de ellos.
Se zambulló en la deconstrucción del maremágnum de procedencias de las distintas páginas, y comenzó una concienzuda ordenación en distintos montones de cada uno de los documentos de la carpeta, de manera que obtuvo treinta y dos escritos, de los cuales quince pertenecían a recortes de libros y revistas, doce parecían originales redactados a máquina y los cinco restantes eran manuscritos. Había relatos en español, pero también en inglés, francés, italiano y sueco. La temática, como era de esperar, se centraba en viajes alrededor del mundo, la mayoría de ellos por el oeste de África y América Central, aunque los cinco relatos escritos a mano, concitaron su interés. El papel utilizado para estos parecía antiguo, y daba la impresión de que los autores, pese a ser evidentemente distintos por su caligrafía, hubieran utilizado un mismo tipo de pluma. Dos de ellos estaban redactados en español y tres de ellos en francés. En uno de ellos advirtió un título con ciertas dificultades, puesto que la parte superior de la página estaba apolillada: “Viaje a Nueva Granada”.
Su nivel de francés era algo rudimentario, fruto de su aprendizaje en el sistema educativo pre-democrático, pero le sirvió para una conclusión que resultaba patente. Los dos textos manuscritos en español eran traducciones, más o menos fidedignas, de dos de los relatos en francés. Por el contrario, el tercer texto manuscrito en francés, que parecía escrito por la misma persona que el denominado “Viaje a Nueva Granada”, no tenía ningún documento que lo tradujera. Se dedicó a buscar en el resto de páginas, por si pudiera ser que la traducción en este caso hubiera estado redactada a máquina, pero no consiguió sacar nada en claro.
Tras la búsqueda en vano, comenzó a intentar traducir el texto en francés, con bastantes dificultades, anotando lo que creía que podía decir, si bien no estaba seguro de determinados vocablos que le parecían alejados del tipo de palabras recogidas en el otro relato del mismo autor: epidemia, infectados, parásito, muerte… La atracción por conocer con profundidad el documento que tenía entre las manos surgió en seguida.
Sin embargo, ya casi amanecía y el cerebro no funcionaba tan correctamente como Eusebio deseara, por lo que se decidió a continuar a la noche siguiente. Agrupó los libros y revistas y los guardó en la carpeta, mientras que los cinco manuscritos, cuyo origen le resultaba incierto, los guardó bajo llave en el cajón superior del escritorio. Tocaba descansar un rato.
(continuará)