Nos morimos poco a poco

Pronto las naciones ilustradas procesarán a quienes las han gobernado hasta ahora. Los reyes serán enviados al desierto a hacer compañía a las bestias feroces a las que se parecen, y la naturaleza recobrará sus derechos.

(Saint-Just, 1793)

Por Aniceto González

Cuenta Eric Hobsbawm que de los marineros ingleses muertos durante las dos décadas de guerra contra Napoleón solo el 6% sucumbieron a manos de los franceses. El 80% perecieron a causa de enfermedades o accidentes. Es poco probable que las infecciones que acechaban entre la tropa en un mundo sin antibióticos fuesen el principal miedo de aquellos chavales, pero la muerte suele ser imprevisible y, sobre todo, poco épica.

En la elección de nuestros temores se refleja el dilema de nuestra naturaleza híbrida. Somos individuos únicos con experiencias particulares, pero también parte de un grupo al que estamos vinculados sin remedio como en una colonia de hormigas. La vida o la muerte de cada uno es un asunto privado, pero cada cierto tiempo compartimos una amenaza que nos incumbe a todos. Cuando se desencadenan crisis como la del ébola o el coronavirus, que nos hacen temer por un apocalipsis global, el pánico colectivo supera nuestros miedos cotidianos.

Pero ni siquiera en esos casos está justificado nuestro espanto ante la posibilidad de una hecatombe colectiva. La muerte nos lleva con lentitud y los virus no quieren saltarse sus normas. Los que son extremadamente letales, como el ébola, se transmiten con dificultad. Los que son muy contagiosos, como el coronavirus, matan solo a unos pocos de sus huéspedes. El virus quiere expandirse, y aniquilar a su medio de transporte y reproducción no es buen negocio.

Unos pocos jóvenes caerán por el coronavirus, como todos los años fallecen unos cientos en accidentes de tráfico, pero la principal causa de muertes seguirá siendo el deterioro ineludible que provoca el paso del tiempo. Como los soldados británicos, no moriremos con gloria en el campo de batalla sino retorciéndonos en una cama por culpa de un corazón gastado, de un estómago devorado por el cáncer o de un páncreas que no soportó más nuestra alimentación de mierda.

Vivimos con miedo, pero no siempre al riesgo mayor. Nos preocupa lo que Facebook haga con nuestros datos y los más paranoicos tapan la cámara del portátil para que las agencias de espías no les pillen masturbándose frente a la pantalla. Las grandes empresas o el aparato del Estado nos pueden esclavizar poco a poco, pero no nos joden la vida como la vecina neurótica que llama a la puerta con cada ruido imperceptible o el novio despechado que comparte vídeos íntimos por wassap. En el fondo, somos conscientes de que el peligro inminente está en el prójimo y no en el sistema. La vecina y el ex son los grandes enemigos de la conciencia de clase.

Mientras sus compatriotas combatían en las guerras napoleónicas, Edward Jenner desarrolló la vacuna contra la viruela y puso las bases de la inmunología. Esa enfermedad, que solo en el siglo XX mató a 300 millones de personas, ya solo existe en laboratorios de alta seguridad y hoy, muchas otras enfermedades letales hasta hace bien poco son completamente tratables. La ciencia nos ha librado de muchos males objetivos, pero no ha hecho apenas mella en las angustias que ya plagaban la existencia de los marinos británicos. Todavía no sabemos vivir como si la muerte nos fuese a alcanzar donde menos la esperamos.

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