Por Ignatius J. Batelmo
“Había tenido que violar todos sus pactos con la muerte y revolcarse como un cerdo en el muladar de la gloria, para descubrir con casi cuarenta años de retraso los privilegios de la simplicidad.”
Gabriel García Márquez, Cien años de soledad
[Capítulo 1 aquí. // Capítulo 2 aquí.]
Yarumal (Antioquia, Colombia), 14 de junio de 2015.
Aquivaldo Mosquera había pasado un mal rato. La descripción de lo sucedido para las autoridades militares rezaba así:
«A la medianoche del domingo, guerrilleros del frente 36 de las Farc dinamitaron el cabezote de una tractomula y accionaron una bomba con saldo de un suboficial herido, en el sitio La Candelaria de la vereda Tobón de Yarumal, Antioquia, en la troncal a la Costa Atlántica. Las autoridades informaron que los guerrilleros le dispararon a un conductor que minutos antes no quiso detener su vehículo. El hombre herido fue atendido en el hospital de Yarumal.«*
Aquivaldo no se arredró ante la balacera motivado por la delicada documentación que le acompañaba en su vehículo. Le confirió el arrojo suficiente para acelerar y enfrentarse a los disparos de manera más que osada, irresponsable y alocada. Llegó al hospital con la herida de bala supurando junto a su hombro; mientras le cosían y vendaban recapacitó sobre la suerte que había tenido. Una suerte que siempre le había acompañado, pero sólo a él, no a quien le rodeaba; por el bien de la humanidad, para él siempre sería mejor vivir solo, viajar solo, dormir sin compañía, crecer desde la individualidad.
Una vez hubo descansado unas horas, mientras seguía en el camastro de la habitación compartida del vetusto centro hospitalario de Yarumal, se vino abajo y su reivindicación de la soledad como medio de vida, encontró un duro obstáculo en su mente: los recuerdos. Sus nervios se volvieron a tensar a medida que rememoraba su viaje de novios por el Mar Caribe y el Parque Nacional de Tayrona.
«Era octubre de 2013, recuerdo nuestra llegada, recién casados, desde Cartagena de Indias hasta un bucólico hotel de la costa caribeña de Colombia junto al Parque de Tayrona. Belinda estaba realmente preciosa. El establecimiento, de pocas habitaciones, estaba prácticamente vacío y, tras pasar por recepción a dejar nuestra documentación, la encargada nos acompañó a elegir nuestra habitación para las siguientes tres noches.

>>La primera de ellas, era muy espaciosa, una suite con dos piezas, con un pequeño salón además del dormitorio, aunque su orientación hacia la costa no era deslumbrante. La segunda que nos mostró era la joya de la corona de aquel emplazamiento; quizás menos amplia pero con unas maravillosas vistas a la playa, una delicia para los sentidos, con una bañera gigante y un vestidor imponente, el sueño de cualquier par de enamorados.
>>Mientras me quedaba extasiado mirando al horizonte desde la terraza, convencido de la elección, Belinda deslizó una ligera pero categórica expresión: – Aquí no.- Me di la vuelta y su demudado rostro me convenció en seguida de que debía seguirle la corriente. – De acuerdo, escogeremos la primera habitación, es más grande -, le dije a la encargada.
>>Mientras deshacíamos el equipaje, demoré la primera pregunta a mi esposa unos segundos, que parecían eternos, mientras esperaba que se recuperara de ese repentino shock que parecía haber padecido. – ¿Me dices qué pasaba allí, amor? – Me ha entrado un mal bajío tremendo; es como si en ese sitio pasara algo horrible, no voy a poder dormir allá. La abracé durante unos minutos y decidimos dar un paseo por la cercana playa para relajarnos.
>>Durante la caminata, advertimos en una zona de olas muy pronunciadas una forma que a la postre resultó humana, debatiéndose entre gritos por salir a la superficie. Llamé a emergencias desde mi celular, pero en aquel páramo aislado tardaron demasiado en llegar. Mi esposa no cejaba de sollozar, descompuesta y y no me atreví a penetrar en esas oscuras y tumultuosas aguas. No pudimos hacer nada. Se hizo de noche mientras rescataban al ahogado, contemplamos atónitos un cartel clavado en la playa: «Prohibido el baño. Este año han muerto en esta playa 47 personas».

>>Mientras algunos curiosos habían llegado hasta el lugar de los hechos, los servicios sanitarios sacaron un cuerpo que vestía de manera escasamente adecuada a una playa caribeña: iba en traje y corbata, además de esposado a un extraño maletín de piel negra. Intentaron sin éxito la reanimación del desdichado y dejaron sus pertenencias tiradas en la playa. No se podía hacer nada y nos dispusimos a volver al hotel, con mi pobre Belinda llorando a moco tendido. La tarde se había tornado excesivamente dramática para una luna de miel y había que intentar relajar el ambiente.
>>Cenamos en la agradable terraza techada del hotel a la luz de las velas y con un servicio exclusivo pues no había otros clientes. El pescado estaba muy rico y Belinda y yo volvimos a reírnos. Cuando estábamos tomando el postre, llegaron a cenar dos sujetos, con pinta bohemia, que resultaron ser cineastas como luego nos comentaron. Nos dirigieron la palabra preguntando por recomendaciones de la carta y finalmente terminamos departiendo largo y tendido con ellos. A principio todo fue muy bien, uno de ellos era director de telenovelas y ahora estaba allí buscando nuevas localizaciones de una película sobre misterios en el Caribe que su acompañante, productor, se había empeñado en rodar; más adelante las historias surrealistas por parte del director de cine y del productor de la película comenzaron a sucederse:
>>Les habían sustraído un maletín de la habitación la noche anterior; un maletín que contaba con una documentación muy valiosa, por lo visto. Un maletín cuya descripción coincidía, someramente, con el que llevaba esposado el infeliz que fue encontrado en la playa hacía un rato; pero sobre esa conjetura, me quedé callado, al igual que mi esposa; quizás un miedo puramente irracional nos atenazó; no obstante, dadas las circunstancias posteriores, el pánico debiera haber estado más que justificado.
>>El productor de la película nos contó también por qué habían escogido ese lugar para un rodaje, que se las prometía ser muy singular: una pareja francesa pasó allí su luna de miel el año anterior (mientras contaba esta historia, comenzó a llover torrencialmente). Se alojaban en la mejor habitación del hotel, con unas vistas espectaculares de la costa (la mirada que me lanzó Belinda en ese momento, con sus ojos inyectados en sangre, me petrificó). Él se fue a pasear por la playa mientras ella se daba un baño. El francés tardaba mucho en volver, su esposa empezó a llamar a las autoridades y se lanzó a buscarlo. Sólo encontraron su ropa junto a la orilla del mar. Parecía que se había dado un baño en aquella endemoniada playa. Su cuerpo no apareció hasta pasadas 24 horas. Instalaron la improvisada capilla ardiente en aquella bonita habitación. Una de las limpiadoras del hotel dice que los llantos de sus desdichada esposa se siguen oyendo en noches de calma. Desde entonces nadie se quiere alojar allí y es por eso que querían rodar en ese lugar.
>>Mi mujer salió corriendo, presa del terror. Su miedo a alojarnos en aquella estancia parecía haberse tornado fidedigno. Y este sentimiento lo adiviné de su mirada y sus gestos, pues permanecía callada. Nuestros acompañantes permanecieron también en silencio mientras huíamos sin dar explicaciones. La lluvia se tornó granizo y los truenos hicieron su aparición; nos calamos hasta los huesos en los escasos treinta metros sin techo que llevaban a nuestra habitación. En la puerta de la misma, un grupo de sapos nos contemplaba de manera distraída, incorporando unas gotas más de intranquilidad a nuestros fluidos corporales.
>>Con el sudor frío mezclado con la tormenta caribeña, entramos en la habitación, ambos con la palpitación acelerada y muy nerviosos; en ese instante, descubrimos con espanto que había un maletín mojado encima de la cama. Belinda se lanzó a por él, de repente, presa de una excitación que yo nunca le había advertido. Lo abrió con sorprendente facilidad y desparramó su húmedo contenido. En el interior del maletín había a su vez, una bolsa de plástico herméticamente cerrada. De un bocado, mi alocada esposa abrió dicho envoltorio y descubrió un pergamino antiguo y una fotografía, con una pequeña descripción en el reverso: se trataba de un túmulo funerario de San Agustín (Huila). También encontró unas seis o siete bolsas de papel que parecían contener semillas en su interior. Mientras ella examinaba todo con frenesí, yo me encontraba totalmente paralizado.

>>Belinda empezó a sudar y a convulsionar apenas uno segundos después de tocar el contenido de una de las bolsas. Haber huido de una habitación supuestamente maldita no nos sirvió de mucho. Llamé rápidamente a recepción, grité para que nos auxiliaran lo más rápidamente posible, pero allí no llegó nadie y nada pude hacer en los dos minutos escasos que duró el episodio, salvo tomar su mano e intentar calmarla. Dejó de moverse, aunque todavía respiraba, con los ojos entreabiertos y la piel amarillenta, casi verdosa; mientras su lindo rostro estaba a punto de expirar, me susurró al oído casi imperceptiblemente unas misteriosas palabras que aún hoy me carcomen: «no vayas al Lavapatas».
CONTINUARÁ
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*Infobae, «Cómo fueron los 64 atentados perpetrados por las FARC en los últimos dos meses», 2015.