Por E. Asensio
Cuando deje de indignarme, habrá comenzado mi vejez (André Gide)
El otro día leía una noticia, de esas virales que nos aparecen quinientas veces en nuestros dispositivos móviles, sobre un pasajero de United Airlines que había sido literalmente expulsado a la fuerza de un avión. En el vídeo que acompaña al texto, puede verse con claridad, como tres agentes bien uniformados arrastran por el pasillo central, cual despojo, a un ciudadano de rasgos asiáticos que no lo pone nada fácil. Cuando uno se encuentra ante este tipo de información siempre empatiza relativamente con el asunto, dado que en su confortable vida no espera verse en tal tesitura, propia de mundos lejanos y ajenos.
No digo que el otro día estuviera cerca de padecer semejante maltrato, pero sí me veo en la obligación de contar mi experiencia como overbookinero, y de camino expulsar unos cuantos sapos y culebras contra la compañía afortunada, nuestra querida y adorada Iberia y contra este diabólico instrumento.
Presumía yo, como estudiada defensa frente a las voces que claman en calificarme como “desastre”, de no haber perdido nunca ningún medio de transporte, léase autobús, tren, avión o barco. No es que sea Willy Fog, pero me he chupado bastantes kilómetros.
Pues bien, debo comunicaros, que tan inmaculada estadística se vio ultrajada el otro día cuando se me denegó el embarque en el vuelo Madrid-Ginebra, del domingo día 30 de abril para más inri. Y digo lo de “para más inri” porque ya es inusual pillar un vuelo de trabajo para currar el día 1 de mayo… en medio del jodido puente y que encima te denieguen el embarque.
Al principio pensé que no iría a más y acercándome con cara seria y amparado en el atuendo de traje y corbata, que al parecer dan a uno un extra de credibilidad, exclamé con cierta seguridad: “perdone, tengo que coger ese vuelo, mañana represento a España en una reunión de la ONU”, frase que nunca imaginé en mi boca ni en mis sueños profesionales más húmedos. Lejos de generar una reacción rauda y una eficiente gestión, mi comentario fue recibido como el que dice que va a una fiesta de disfraces a Matalascañas. “Vaya a puerta a ver si hay suerte y alguien falla”, recibí como contestación.
Los que me conocen bien saben que, desde ese nefasto momento, ya entro en posesión demoníaca sin posibilidad alguna de reverso. Necesito una solución instantánea, no puedo quedar al arbitrio del azar. Mientras iba “a puerta” me informé algo sobre el overbooking, tal vez impulsado por las palabras de la azafata de Iberia que resonaron de fondo, mientras exponía mis credenciales al poco impresionado supervisor: “ya le he explicado yo lo que es el overbooking…”, en un tono que me hizo sentir como un viajero sexagenario de la Alpujarra en su primer envite aéreo.
No puedo concebir que está práctica sea legal y amparada por un Reglamento comunitario y todo. Vender más billetes que plazas bajo la justificación de que hay una apocalíptica estadística que indica que hay un número X de personas que no suelen coger los vuelos, aunque los haya pagado; así se puede ganar más dinero, como siempre, razón última de la mayoría de los males de la especie humana. Díganme a mí cualquier otro servicio, si se les ocurre, que pagando un dineral (300 euracos valía éste) puedas quedarte sin lo que habías contratado.
Es verdad que luego te indemnizan, te meten en otro vuelo, te buscan alojamiento, etc., pero el foco está en que compras un billete hace un mes, vas dos horas y media antes al aeropuerto y te quedas en tierra al borde del colapso sin hacer uso de lo que realmente habías comprado. Contado a un extraterrestre de una civilización media lo calificaría, como mínimo, de acojonante.
Lo de ir a la puerta de embarque rozó ya la tortura. Te hacen esperar al último como si estuvieras apestado y te acercas como un corderillo al final a ver qué hay de lo tuyo, como si te estuvieran regalando el billete. Mis opciones de embarcar se distribuían, a porcentajes iguales, entre dos rubias que apuraron demasiado y un señor ligeramente obeso con conexión desde San Sebastián, que llegó sudando dos minutos antes del cierre y que estoy seguro que pudo leer en mis labios la maldición que exabrupté.
Mi careto era un poema, pero entonces vi la luz. El pasajero del asiento 21 Alpha, A. Pérez, no había procedido a embarcar según el ordenador o “se les había colado”. No puedo entender cómo, después de enseñar cien putas veces el DNI y la tarjeta de embarque, cabía aún esa opción.
Ante la sorprendente ausencia de A. Pérez, me abren la puerta que conduce a la gloria. Ojo que triunfas al final. Ojo que te subes al avión que has pagado. Ojo que te reciben entre aplausos. Los técnicos varios que se arremolinan en la puerta final me intercambian sonrisas y gestos potenciando mi estatus de suertudo. Falta que me hagan la ola. Hasta oigo susurrar “si estás aquí, ya pasas hombre, tranquilo”.
Pero el último latigazo a mi debilitado entusiasmo estaba por llegar. A. Pérez está dentro del avión tan pancho y ha pedido hasta unos frutos secos. El asiento 21 Alpha se esfuma. Me cierran la puerta en las narices. Hasta los técnicos agachan la cabeza abochornados. El regreso por el pasillo hacia la puerta de embarque, escoltado cual político corrupto, solo puedo calificarlo de humillante. Con el aeropuerto semivacío y mi avión en movimiento, la situación roza la desesperación.
Como intuía, no pude ser asignado en otro vuelo de ese día. Recibí, tras redactar una extensa reclamación con letra de psicótico, las indemnizaciones pertinentes, y un billete para el día siguiente que hacía imposible mi presencia en el Comité del lunes por la mañana. No quiero ni pensar otras situaciones que puede amparar la legalidad del overbooking; trabajos perdidos, vacaciones dinamitadas o incluso no ver por última vez a un familiar querido. Les juro que a mí me tienen que sacar a rastras como el de United Airlines pero con los asientos arrancados de cuajo.
Desplazado al Meliá Barajas, e imbuido por el espectro nocturnal y el ecuador de un puente desnaturalizado, mis pensamientos no podían separarse de mi desbordada ira. Menos mal que tengo una novia que vale oro y se pasó a calmarme, porque si no, lo mismo aparezco al día siguiente colgado de la ducha. Eso sí, con mi tarjeta de embarque bien impresa entre los dientes.