El cobertizo del mal

Por E. Asensio

Tres podrían guardar un secreto si dos de ellos hubieran muerto.

(Benjamin Franklin)

La carretera escarpada que conducía al cobertizo era prácticamente invisible con aquel temporal. Era de sobra conocido que los accesos a la zona oeste de la ciudad devenían impracticables desde la entrada de la estación invernal. Sólo a alguien que tuviera algo que esconder se le ocurriría celebrar un encuentro en semejante ubicación.

Desde lo alto de la colina, las luces de unos faros zigzagueantes, era lo único que podía divisarse con cierta claridad. A duras penas, el vehículo de la Ingeniera Archesta alcanzó su destino. Casi dos horas había conducido desde el acomodado barrio de Valparaíso.

Al bajar del coche, pudo darse cuenta de que estaba temblando. Había leído que el cobertizo era un sitio utilizado para todo tipo de fechorías. “El Cobertizo del Mal”, así lo había bautizado la prensa, era un lugar perfecto para lograr la impunidad criminal.

El ruido de sus pasos sobre las hojas secas no le aportaban precisamente tranquilidad. Antes de entrar, la Ingeniera se aseguró de que su teléfono móvil gozaba aún de algo de cobertura. Tal vez necesitara utilizarlo.

Abrió la portezuela que daba entrada a la cochambrosa estancia y se acurrucó en el lado izquierdo. A los cinco minutos hizo aparición. Tan puntual como siempre. Pudo ver sus pupilas por última vez intentando adaptarse a la oscuridad antes de dispararle en la cabeza.

La Ingeniera Archesta abandonó a toda prisa el paraje. Le quedaban casi dos horas para llegar a casa. Es lo que tenía citar tan lejos a su marido…

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