Bredner, Agnes*

Por E. Asensio

Teme a la vejez, pues nunca viene sola.

Platón (427 AC-347 AC)

[*El título debe leerse: Bredner, coma, Agnes]

Disponible para escuchar en audio.

La Señora Bredner se ajustó sus gafas una vez más antes de acercarse a la ventana. No cabía duda. En el letrero de la estación podía leerse, no sin dificultad, el nombre que había estado esperando durante horas. Ahora entendía, por qué minutos antes, su cuerpo se había estremecido sin motivo aparente alguno. Ahora debía de darse prisa. No abandonar a tiempo el cochambroso tren en el que viajaba, supondría tener que apearse en la siguiente estación, Croshire-St. Paul, un lugar ya de por sí inhóspito, en el que una anciana de 80 años, en mitad de la noche, no sabría desenvolverse.

Alcanzó su vieja maleta ocasionando alguna molestia a los pasajeros cercanos, pero no le dio tiempo ni de pedir perdón. El silbato que anunciaba la reanudación del trayecto del tren ya estaba sonando. Consiguió bajar, preguntándose al mismo tiempo, por qué le perseguía aquella extraña sensación. Desde que tomara el tren en Soterbsville, varias horas antes, había sentido que este regreso a casa no era como el de otras ocasiones.

Una vez  situada en el andén, se dio cuenta de que le costaba enormemente caminar. A pesar de su avanzada edad, la Señora Bredner se había caracterizado por una inusitada agilidad, que había sido motivo de charla habitual entre sus vecinos y allegados. No sabía lo que le pasaba. Quiso creer que la densa niebla que cubría toda la estación le estaba condicionando.

Fue en ese momento cuando lo sintió. Sintió un fuerte brazo que le detenía, impidiéndole continuar el paso. Se giró asustada mientras escuchaba las siguientes palabras:

  • Perdone, señora, ¿sería tan amable de mostrarme su documentación?

Un enorme alivio deshizo la aguda contracción de su rostro cuando, entre la niebla, pudo reconocer el rostro del Agente Willis, uno de los empleados más antiguos de la comandancia local.

  • Charlie, ¡pero si soy yo Agnes!– espetó la señora.

El Agente simuló reconocerla, aunque no pudo transformar por completo su mueca.

  • Sí claro, Agnes, se trata sólo de un formalismo– apuntó el Agente Willis.

La anciana, aun así,  se sintió molesta. Conocía a Charlie Willis desde hacía, al menos, 30 años. Hecho un chaval, había llegado al pueblo junto con su familia procedente del condado de Stanford y pronto comenzó a trabajar en la estación.

No quiso discutir. Tenía prisa. Mucha prisa. Entregaría a Willis lo que pedía y otro día hablaría con su superior, el Sheriff Kovacs, de lo sucedido.

La anciana empezó a notar como el brazo que le sostenía estaba aumentando ligeramente la presión y es que, por más que buscaba, la Señora Bredner no conseguía encontrar su documentación. Siempre la llevaba consigo. Y siempre, en el mismo lugar.

Cuando la Señora Bredner alzó su cabeza mientras pergeñaba alguna excusa, Willis le soltó bruscamente, pero lo que más le llamó la atención de la acción a la anciana eran las facciones del guardia. Expresaban miedo. Más bien terror. Estaba paralizado, como si mirara más allá de sus ojos.

  • ¿Qué ocurre Charlie?, estás pálido- le preguntó entonces.

Willis no contestó. Simplemente se fue alejando. Caminando hacia atrás. Cada vez más rápido. Como mirando por detrás de ella. Había algo que le incitaba a hacerlo. Todavía, a día de hoy, se pregunta por qué actuó así, y es más, qué hacía aquella anciana que le resultaba tan familiar en el andén, viajando con una maleta completamente vacía y buscando su identificación con esmero en un bolso que no contenía nada en su interior. Debería haberse quedado a averiguarlo. Era su deber. ¿Por qué demonios actuó así?

El incidente sucedido, no hizo sino alterar aún más si cabía el estado de agitación de la Señora Bredner, a la que le costó más tiempo de lo previsto llegar a la salida de la estación. A pesar de las horas, y de que tan sólo el tren-litera hacia Exethon tenía actividad, un grupo nutrido de personas se cruzó con ella cerca de la puerta principal. Estaba segura de que entre ellas se encontraba la Señora Proctor y de que le había visto. Sus miradas se habían detenido por unos segundos incluso, pero…¿por qué no le había saludado? ¡Qué maleducada!. Ella había hecho un gesto cortés con la cabeza y tan sólo había obtenido como respuesta una mirada de extrañeza. Tal vez de pavor. Sin embargo, si la Señora Bredner echaba la mente atrás, sólo podía recordar que un año antes, en el bautizo del pequeño Pen, hijo del vicario, había conversado durante mucho tiempo con ella, resultando muy agradable el encuentro.

El alojamiento de la Señora Bredner quedaba a menos de una milla de distancia de la estación, pero el tiempo que invirtió en recorrerla fue mucho mayor que de costumbre. Había algo raro en el ambiente que no encajaba, pero llegar a la arteria principal del condado, que marcaba la avenida Lexington, le tranquilizó. Desde ese punto había menos de cinco minutos a su casa.

IMG_1404

Anduvo entre la bruma y cuando llegó al final de la avenida, dobló a mano derecha, donde iniciaba la calle Hickory, una de las más antiguas del pueblo. La calle se encontraba completamente desierta, habiéndose levantado además un viento feroz y huracanado, que conformaba un paisaje de lo más tétrico. La segunda construcción contando desde la derecha, era su casa. Una antigua residencia clínica acondicionada después de la guerra.

Cuando lo más normal era que la Señora Bredner hubiera entrado con rapidez en sus aposentos, teniendo en cuenta las inclemencias que le rodeaban, no fue así. Al contrario, quedó petrificada en el umbral de la puerta. Su vista, aunque usaba gafas, era buena a media distancia. El cártel de madera se encontraba en el ala izquierda del pequeño jardín anterior. En él, en letras rojas y retintadas, rezaba el siguiente texto: “SE VENDE”.

En esos mismos instantes comenzó a llover con fuerza, y buscando refugio, la Señora Bredner retrocedió sobre sus pasos adentrándose en el pequeño parque que había situado al comienzo de la calle. No comprendía nada. En unos pocos segundos, llegó a estar completamente empapada.

Allí, sentado en un banco, con ese terrible chubasquero negro estaba de nuevo él, como un año atrás. Un terrible latigazo recorrió todo su cuerpo. Esta vez sí tenía que lograr escapar.

Llegó un momento en el que solo podía sentir sus propios jadeos. ¿A qué distancia se encontraría?  No sabe cuánto caminó, pero sí que la caída fue seca cuando perdió el equilibro. Desgraciadamente, se había golpeado la cabeza con algo duro. Tardo algo de tiempo en reaccionar. Desde su posición, tornó su cabeza ensangrentada para averiguar el motivo de su tropiezo, y de haberlo sabido, no lo habría hecho nunca. Era una lápida de mármol blanco. En ella, en letras talladas podía leerse entre gotas de lluvia: “BREDNER, AGNES” 1900-1979”. No había cumplido los 80 años.

FIN

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s