Por E. Asensio.
Capítulo 1
La señora Hammond llegó a casa unos minutos antes de lo previsto. Como esperaba, no había nadie en la estancia. Descorrió las cortinas y encendió su vieja radio. No soportaba el silencio y eso que había contado con varios años para acostumbrarse. Su siguiente actividad programada consistía en prepararse una taza de café aderezada con una pasta artesanal de “Cuffin´s”, uno de los establecimientos pasteleros más longevos y prósperos de la villa.
Consultó el reloj de madera instalado en la pared y se dio cuenta de que le quedaba un mundo…un mundo para que el sol se pusiera, poder refugiarse en su alcoba y enfrentarse desde allí a cada uno de sus fantasmas.
Siempre estaba la opción de telefonear a la señora Attenborough y conversar durante un par de horas acerca de las inclemencias del tiempo o las habladurías que se vertían sobre las andanzas del nuevo alcalde, el señor Finley, bastante aficionado, al parecer, a los líos de faldas. O algo más excitante aún, acercarse a la plaza mayor donde posiblemente habría alguien en el banco cercano a la fuente, hacerse la encontradiza y poder charlar unos minutos del cierre del dispensario de los Hermanos O´Connoll, que tanto había perturbado a la población local.
Todo esto continuaría siendo un día más en la monótona vida de la señora Hammond, si al entrar en la salita con su taza de café, no hubiera girado su cabeza hacia la derecha para mirar a través de la ventana. Enfrente, cubierta por la maleza, se hallaba la mansión abandonada que en su día perteneció al vicario McJoseph. Después de su terrible crimen, hace más de una década, nadie la había ocupado. Todavía en aquella época, se daba mucho pábulo a las supersticiones relacionadas con fantasmas y espíritus. El cuerpo de McJoseph había sido encontrado en su butacón favorito por uno de sus hermanastros. Pero no así su cabeza. Alguien lo había decapitado.
Durante cinco años no se habló de otra cosa en Landary Village. Nadie hasta la fecha había aclarado qué sucedió aquella fatídica noche y la cabeza de McJoseph, posiblemente ya calavera, nunca había aparecido.
La señora Hammond estaba prácticamente segura de que ahora, diez años después, le había parecido ver en la segunda planta una sombra moverse con sigilo. Miró al techo y suspiró. Qué ansiosa estaba de alguna emoción en su vida.
Mientras, la sombra, al otro lado de la calle y desde la segunda planta de la casa abandonada, comenzó a descender las polvorientas escaleras con el mismo cuidado que había tenido hasta ahora.
CONTINUARÁ