Por E. Asensio
Cuando escuché el ridículo sonido del despertador de mi teléfono móvil, no tenía ni la más remota idea de dónde me encontraba. Tuve que parpadear un par de veces y otear a mi alrededor para situarme bruscamente. Sí, estaba en la cabaña-almacén de basura como me recordó el indescriptible sonido que emitía la cisterna, aun cuando no se requerían sus servicios… y lo que era peor, era el último día de viaje.
Tras intentar despertar entre tres y cinco veces a mi compañero de cabaña, Mr. Oscar, al que los lectores conocerán de otras aventuras, reuní con desgana mi equipaje y acudí al punto de encuentro establecido la noche anterior, siempre acompañado por un cierto temor. Quería cualquier cosa, menos un viaje movidito.
El Sr. Goonie, que por clara y nefasta delegación de competencias tenía a sus mandos el control del hotel, había recibido el día anterior unas instrucciones precisas: se requerían tres taxis a las 8:45 a.m. Ni más, ni menos. ¿Era tan difícil? Pues bien, parece que en el “Hotel del Terror” todo adquiere una dificultad inusitada. De hecho, el primer taxi apareció con retraso, pero es que de los otros dos… ni rastro.
Nada adquiriría tintes dramáticos, dentro del estudiado y consensuado plan de viaje, si el tren hacia Bruselas no partiera a las 9:23 a.m., porque aquí, cada minuto era oro.
A las 8:57 a.m., hora de Ámsterdam, faltaba todavía un taxi. Fue en ese momento cuando vimos la luz. A veces la consecución de objetivos lleva aparejado ciertos sacrificios, y un José C. medio dormido, parecía la víctima propicia. Su taxi, que iba al aeropuerto, sí había sido tremendamente puntual, lo que hizo acordarnos un par de veces del Sr. Murphy. ¡Había que obligar a ese taxi a desviarse hacia la estación! Ello demandaba dos actuaciones casi simultáneas: primero, una negociación encarnizada con el taxista, que asumió Mr. Oscar; y, segundo, obligar al convaleciente José C. a elaborar su equipaje en tiempos de récord Guiness.
Lo importante, sin contar el puñal cortesía del servicio de taxis holandés, es que conseguimos subir al tren, eso sí con un estereotipo más próximo a interraileros primerizos que a funcionarios de primer nivel. Bueno, ahora tocaba descansar. A dormir un poco hasta Bruselas. A reposar tranquilamente en el vagón del tren. Ja.

Una situación propia de la I Guerra Mundial nos esperaba. Nunca sabremos si Lady Paty tuvo algo que ver. Nadie se explica como la situación se desencadenó justo en el momento en que se hallaba ella inmersa en ciertas actuaciones misteriosas a la altura del primer vagón. La explicación oficial suena a chiste: “Señores pasajeros, hay que cambiarse de tren, se nos había olvidado que este no tiene cuarto de baño”. Si sólo fuera eso.
La mudanza llevaba aparejada un sinfín de terribles consecuencias.
El cambio suponía reestructurar todas las maletas… y correr, correr en una lucha sin cuartel por coger sitio. Y así fue. En plan refugiado todo el mundo al trote por el andén y nosotros claro, con las de perder. Nuestra carga de bultos, elaborada con tesón para tres semanas de caducidad, nos hacía perder comba. Sin duda, no estaríamos en los puestos de cabeza. Todavía tengo terroríficas pesadillas recordando como Lady Lussía escalaba hacia el tren empujando a dos ancianos, o cómo las puertas del primer vagón se tragaban a Mr. Oscar y Lady Alonso, que eso sí, tampoco opusieron mucha resistencia.
Ubicados en el nuevo ferrocarril, nuevas y divertidas aventuras nos esperaban. Al encontrarnos desperdigados, supongo que cada uno tendría sus propias vivencias. Yo resaltaré algunas: en primer lugar, un hedor propio del París de la peste era el ambientador de serie de nuestro vagón. Además, “la ruleta de los asientos”, un nuevo juego de moda por la zona, en el que tienes, ante la presión popular, que levantarte cediendo tu asiento a gente que no lo merece mucho más que tu. Sir Alfon jugó. Y acabó más de medio trayecto de pie. Y por último, tuve que observar, sin poder hacer nada el respecto, como un clan de chinos hacía desaparecer mi maleta entres sus múltiples pertenencias. Construyeron con esmero una especie de pirámide de equipaje, donde la base, fuerte y aparentemente perecedera era mi maleta. Una pena cuando la quité.

Abandonar el tren, no fue tampoco trabajo fácil, sobre todo si estás incluido por imposición en el Grupo de Desembarco de Maletas. Con dificultad creí visualizar a Lady Tere absorbida por la muchedumbre, pero portando su equipaje sin mucha dificultad. No sé si fue real o ficción.
Tras conseguir situarnos más o menos todo el montante del escuadrón, nos tiramos al andén, donde era necesario utilizar los valiosos minutos de que disponíamos antes del siguiente trayecto para ingerir algo de alimento, todavía con el sello del prestigioso Hotel Bastion.
No estábamos preparados, ni física, ni psicológicamente cuando el tren que nos debía llevar hasta el aeropuerto hizo su aparición. Era tal la desgana reinante, que ni acomodarnos ni hostias, todos apelotonados en las platforms. «Que sea, lo que Dios quiera», pensamos todos.
En ese instante, fue cuando recibimos una de las sugerencias más estúpidas que he oído en mi vida. A un minuto de llegar al destino, y con los nervios a flor de piel, una revisora con cara de zombie nos “invitó” a trasladarnos al interior de los vagones y colocar las maletas correctamente. No sabía lo que decía. Ni lo que se nos pasó por nuestra debilitada mente durante unos segundos.
Ya en el aeropuerto, y con pocas ganas de oír la palabra “tren” por un tiempo, todo fue mucho mejor. Llegábamos con tiempo y eso nos dio la tranquilidad que todos anhelábamos. Nos dimos un banquetazo en una conocida pizzería, unas compras y al avión. Viaje entre sueños y despedida que sonaba a «hasta pronto».
A la mañana siguiente, cuando me desperté, ya no estaba en la cabaña-basura, ni tenía que coger trenes, ni alimentarme de excremento de rata y sandwichs IEPA, pero extrañamente lo echaba de menos… y es que detrás de las odiseas, quedan muchas vivencias, muchos amigos.
Fin.