Fantasía psicotrópica en Maastricht

Y ella me cuenta su paranoia
durante más de una hora.
No debí decir que sí,
no debí decir que sí.

(Pony Bravo)

VERSIÓN A

Por El Hechicero Oscuro.

Cuando los duendecillos de los dedos me visitaron me dijeron que la construcción de un fuerte defensivo les otorgaría mayor prestancia. Así, la aventura tenía una sólida base en la que quedar protegidos. Las primeras exploraciones las hice en solitario. La verde pradera recogía el paso del tiempo en un solo vistazo con una belleza inigualable. Sólo se respiraba calma. Posteriormente el resto de duendes de la tribu se incorporó a la misión.

La travesía discurrió por un paisaje de ensueño. Como en la fábrica de Willy Wonka, comenzamos con una navegación por un estanque de chocolate fundido; caminamos sobre alfombras aztecas; visitamos bosques plagados de hadas, elfos y terrenos pantanosos; pasamos a enfrentarnos a elementos adversos como la ceniza o una plaga de arañas; las flores flotaban; Gargamel asustaba a los pitufos con su malévola risa; los colores de los objetos ofrecían tonos cambiantes; y, con el paso del tiempo, la textura de los materiales se hizo suave y aterciopelada.

Tras deambular por tales parajes empezamos a contemplar paisajes aún más asombrosos: un hombre-árbol sonriente que se iba moviendo; un excelso cuadro pintado a la par por Rembrandt y Vermeer, en el que los duendes carecíamos de pies mientras surcábamos una superficie de nata montada y un dragón recostado plácidamente nos esperaba al final del camino.

Cuando la atmósfera se hizo más acogedora los duendes dimos un paseo por el cielo. Allí arriba nos recibieron más luces, colores, escaleras, criaturas, una historia interminable. Flotábamos por el aire con el espíritu enaltecido, llenos de felicidad, con una serie de sonrisas eternas que nos embelesaban a nosotros mismos.

Todo era demasiado precioso, así que decidimos jugar una aventura gráfica de infinitas posibilidades: en la primera fase las dificultades eran mínimas: la luz seguía dominando la escena y se acrecentaban las pinturas de infinita hermosura. La puesta de sol coloreaba la ciudad en lontananza. Los castillos se volvieron acogedores, los cañones disparaban flores y la risa se contagiaba entre todos los duendes.

Sin embargo, en la segunda fase empezó a llover. Uno de los duendes supo sacrificarse por el bien del resto del grupo y fue encontrándonos refugios estratégicamente situados bajo frondosos árboles. Allí debajo la lluvia siquiera nos rozaba, los oscuros pasadizos nos parecían majestuosos, las casas se fundían con el cielo en un único plano y los estanques se desbordaban de agua bendita.

En la tercera fase del juego, los retos se volvieron atléticos con saltos, ríos revueltos, nuevos reflejos, puentes cuadrados… los duendes empezamos a comprender muchas cosas. Las ocas nos saludaban con interés y los árboles cambiaban de color para darnos la bienvenida. Para terminar esta etapa, una verde pradera recogía nuestra desbordadas ilusiones con un césped inmaculado que hizo las delicias de nuestros sueños.

Finalmente, la última fase transcurrió junto a una altísima muralla, que necesitaba de más de 100 escalones para ascender y una ciudad dormida con una iluminación nocturna de colores imposibles; un éxtasis para los sentidos; un viaje inolvidable.

Maastricht nunca será la misma para la tribu de los duendes.

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VERSIÓN B

Por Gargamel.

Primer momento: camino a la ilusión.

Sabor a madera. Cruda. No es desagradable, pero tampoco es como comer caramelos de fresa. A cada cual vienen a buscarle los vientos de lo irreal de un modo y en un momento distintos.

El suelo se sumerge bajo aguas transparentes, apenas un palmo o dos. Las briznas de hierba y las flores nos saludan con gestos ondulantes, inclinándose a un lado y a otro al unísono. El agua fluye, pero está en calma; la puedes ver bajo tus pies, pero no sientes la humedad; movimiento acompasado.

Hay un lago de cristal cerca, tras unos árboles que vienen hacia nosotros poco a poco. Algunos acudimos a su llamada. Es como acercarse a un cuadro lleno de color. Cerca del centro del lago una fuente fluye al revés lanzando al aire una blanca columna de agua y espuma que quiere tocar las nubes. Justo al lado izquierdo del lago, un dragón de hojas verdes duerme profundamente con sueños de fiebre de oro.

Algunos salen del cuadro. Otros permanecen, como figuras recortadas contra un fondo fijo. Al encontrar el camino de vuelta al jardín en el que nos habíamos despegado del mundo normal, nos damos cuenta de que el suelo se curva y ondula; forma motivos sólo vistos en frisos aztecas, cuerdas del Universo, ¿o quizás es el camino una grisácea alfombra persa? La alfombra vuelve a ondular y mujeres-buda serpentean en un baile estático pero serenos ante nuestros ojos. La luz confunde los colores.

Tomo asiento en un banco que parece querer plegarse sobre sí mismo con tal de no acogerme, pero que finalmente se tranquiliza cuando me acerco. Empieza la representación en el verde teatro de la fantasía. La obra es toda una comedia. No puedo parar de reír. La hilaridad desquicia al hechicero oscuro, e inyecta sus ojos en carcajadas hijas de la histeria. Mi rostro se desencaja, pero de puro histriónico es divertido. Ya rueda por mi mejilla derecha una lágrima de tanto reír. El banco intenta absorberme: no quiere que me pierda el resto. La risa empieza a contagiarse, como el movimiento desde el Primer Motor de todas las esferas del Universo.

El rito teatral termina puntual y mi risa se evapora dejando un poso de paz y tranquilidad que toma mi mente sin molestarse en llamar a la puerta.

Se inaugura un punto desde el que contemplar el cielo. Los que miran desde allí descubren cómo las nubes danzan en un baile de disfraces que no conoce límite alguno. Como plenipotentes bolas de algodón, toman la forma que por capricho les conviene y juegan y se divierten con nuestras mentes. Los que miramos a los que miran al cielo descubrimos formada por ellos una araña azulada que permanece quieta, en el sitio, como aguardando a que algo importante suceda.

Lanzo mi mirada más allá de la araña gigante. Unos niños juegan a lanzarse un balón que dibuja su propia estela en el aire. Se mueve, pero despacio. Parece encontrarse suspendido desde el cielo por una cuerda invisible.

Mientras, la araña estalla en personas y se fragmenta, deshaciéndose para siempre. Ahora, una robusta torre de piedra nos desafía a alcanzar su cumbre. Abandonamos el verde pasto de juegos y tomamos el camino azteca de nuevo, esta vez hacia la fortaleza. El sol y su luz también se despiden de nosotros. Atardece.

Segundo momento: un juego en movimiento.

Una escalera negra se interna en un bosque allí donde termina el sendero. Subir los empinadísimos escalones, bajo una cúpula de hojas y ramas, es como escalar una cordillera. Cada uno lo hace a su ritmo. Alguno se entretiene por el camino, pero el esfuerzo merece la pena.

De un oscuro pasadizo emerge el empedrado techo de la torre. Es como una pequeña plaza redonda; un cañón ya retirado ocupa el mismo centro y apunta su boca cerrada hacia el Norte.

Me doy cuenta de que veo dos atardeceres al mismo tiempo, cada uno a un lado de la bóveda celeste. En el Oeste, tras una apagada maleza verde grisácea, se divisa un contraste entre la luz anaranjada de un sol mortecino y el gris metálico de las nubes de plomo que viajan regalando lluvia. La imagen sugiere una fundación: abajo, el regalo de Prometeo; encima, el metal forjándose, naranja contra gris. En el Este hay mucha más luz, es un cielo en tonos pastel, una escena impresionista. Parece recién pintado; el azul limpio del cielo, el blanco esponjoso de las nubes y el pálido amarillo de los últimos rayos de la tarde que van del púrpura al rosa.

Desde el borde de la torre nos asomamos y miramos hacia abajo, hacia el lago. Nada perturba el sueño del dragón, quien nis quiera se ha movido buscando una postura más cómoda. Donde se funden agua y piedra flotan formas en el agua… ¿son rostros? Están bajo la superficie pero a poca profundidad. Puede que ésta sea también una ciénaga de los muertos.

Hay que avanzar hacia la siguiente fase del juego: un puente espera sin la menor prisa por que lo crucemos. Giro sobre mí mismo y veo que las nubes amenazadoras del atardecer del Oeste han decidido seguirnos con oscuras intenciones. Unos pocos han cruzado ya el puente, pero otros parecen no cansarse de contemplar el cuadro celeste. Poco a poco dejan atrás, aunque perezosamente, su encantamiento y se dirigen hacia el siguiente nivel.

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Antes de que el último llegue a atravesarlo, la lluvia empieza a dejarse caer sobre el mundo. Suavemente primero, abundantemente después. Desde el final del puente veo el lago y la fuente a través de un velo de millones de gotas. El líquido elemento de los tres se entremezcla y parece como si el lago, sorprendido como nosotros por la tormenta, quisiera resguardarse bajo el paraguas que forma la fuente.

Ahora los árboles son nuestro improvisado refugio. Avanzamos de lugar seco en lugar seco como si el agua fuera a diluirnos. El suelo nos da la clave. Termina la lluvia afuera y empieza a llover bajo los árboles. Parece un buen momento para continuar adelante.

Recorremos una senda que ahora desciende suavemente, con escalones anchos que nos conducen hacia otro puente, angosto y mojado. El puente desemboca en una pradera de adoquines circundada por un canal en el que el agua ríe divertida. Más allá del canal, muros de ladrillos, civilización, aburrimiento, en un lado; en el otro un pequeño dolmen se alza en un leve terraplén. Algunos saltan sobre el canal, quedando suspendidos en el aire por unos instantes que parecen siglos, y tras aterrizar toman el dolmen al asalto.

El camino nos introduce a continuación en un bosque solitario, húmedo y sombrío, pero nunca inquietante. Busco la fuente de la que emana el canal; la encuentro a tan sólo unos pasos dirección Nordeste respecto del breve dolmen. El canal es más tranquilo aquí. Flota una flor arrancada y la corriente la arrastra con parsimonia. Aquí el agua fluye fúnebremente.

Pero no todo es tristeza y melancolía en este bosque oscuro. Entre los altos árboles que nos rodean se divisa una pradera que luce como sólo la Naturaleza se puede permitir: brillante, luminosa y llamativa. Desde el centro de la misma dos árboles gemelos de color púrpura vigilan la frontera que separa la vegetación de la mano del hombre. Sus ramas frondosas construyen un hogar para seres imaginarios y a sus pies ninguna hierba crece, pues tan tupidas son sus copas que ni cien soles conseguirían hacer llegar un rayo de luz a través de ellas. Tal vez las hojas, gruesas y de apariencia parecida a las de las plantas artificiales ayuden a formar aquella penunmbra.

Otro de los árboles en el mismo borde del bosque atrae la atención de casi todos. Parte de su copa parece estar reflejando aún una poderosa luz solar, mientras el resto permanece fiel al verde. Pero ningún rayo puede reflejar puesto que el sol hace tiempo que se ha retirado. Luz sin luz.

Los pasos nos guían hacia la tediosa civilización de nuevo. Por suerte, otra torre aparece pronto frente a nosotros. Vegetación y muralla a nuestra izquierda, rígidos edificios a nuestra derecha. Y en el cielo, una mujer semirrecostada sobre un diván alza su cabeza poco a poco. Suavemente se desplazan las nubes que le dan vida y así ella se mueve ligeramente, envejece y, finalmente, se difumina en el cielo.

Otra empinada y costosa escalera y ya estamos de nuevo sobre la vieja muralla. Mirando hacia occidente descubrimos un anaranjado juego de luces en el que también participan dos orgullosas torres de iglesias lejanas que rompen la brecha entre el cielo y la tierra. La fantástica luz y el contraste de colores nos llevan a preguntarnos si es real. Algo tan bello tiene necesariamente que ser un regalo de nuestra imaginación… pero ahí está, exhibiéndose ante nosotros en todo su esplendor.

Declina la tarde. Es hora de regresar.

Tercer momento: el despertar

Nuestros pies pisan de nuevo el adoquinado del mundo de los hombres. Todavía hay algo de luz en el cielo, pero artificiales cristales de luz en las calles ganan la partida. Los efectos son ahora bastante menos intensos. Van y vienen dando bandazos en mi mente.

Aparecen el hambre y el cansancio. Pero hay plenitud. Es la misma sensación que debió de sentir aquel dios cuando terminó de crear algunos universos. Me siento en paz, completo y feliz. He visto lo invisible y sentido lo impensable. Vuelvo a la plena realidad, pero traigo conmigo nuevas sensaciones indescriptibles de momentos irrepetibles.

Como algo y despierto completamente. A qué mundo tan aburrido he venido a parar.

Por suerte, ya conozco un buen remedio: soñar despierto.

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