Retransmisión diferida

Por E. Asensio

“La más peligrosa manera de engañarse a sí mismo es creer que sólo existe una realidad”.

Paul Watzlawick, psicólogo austríaco.

Esta mañana, como cualquier otra, mi despertador sonó cerca de las siete. Imbuido en la rutina habitual, prácticamente me manejé como un autómata hasta llegar a mi centro de trabajo. No me convence en absoluto mi cometido profesional, si bien, tal y como está el panorama, puedo darme con un canto en los dientes.

Creo recordar que ha sido sobre las tres de la tarde cuando recibí la llamada. No me correspondía aquel turno, pero cuando uno se encuentra en las fauces de la precariedad laboral, no debe afear el gesto. Total, tampoco me esperaba en casa ninguna atracción especialmente evocadora.

El director técnico de la Sala de Mandos era, esta tarde, Mirabet. Tampoco es lo peor que te puede tocar. Por cierto, todavía no les he dicho en qué consiste mi trabajo. Discúlpenme. Era, bueno, soy… técnico de retransmisiones deportivas. Hay gente que se licuaría pensando en ese trabajo, pero en mi caso, me ha llevado a aborrecer todo lo que destile deporte y televisión.

No tengo tiempo para enrollarme. La Sala de Mandos 3 cubría esta tarde las eventualidades de un partido de Segunda División de Fútbol de la Liga Española. Zona media de la tabla. Cuatro de la tarde. Mes de mayo. Imagínense. Supongo que habrá trabajos peores.

Junto a Mirabet, estábamos cuatro personas y yo. Cada uno en lo suyo. Sólo su voz se escucha en la Sala. Echo de menos cuando únicamente había un partido de fútbol o dos a lo máximo en la televisión los fines de semana, aunque claro, a lo mejor eso me hacía estar todavía buscando anuncios de trabajo. Me enrollo de nuevo.

Tengo que concentrarme para contar lo que interesa. Correría el minuto 37 de la primera parte, a lo sumo el 38. El partido es soporífero. 0-0 en el marcador. Sin disparos a puerta. A reseñar, la lesión en el minuto 17 del lateral derecho local. De gravedad.

Yo me entretengo normalmente anotando peculiaridades en una libreta durante el transcurso de las retransmisiones. Cosas ajenas a los partidos en sí. Es lo que ha evitado que un día al llegar a casa me tirara por la ventana. Siempre la llevo conmigo junto con una pequeña linterna. Me pierdo, perdón. Estábamos en el minuto 37 de la primera parte, a lo sumo el 38. Hay falta cercana en el área a favor del equipo visitante. Yo la calificaría de muy peligrosa. Los escasos aficionados del fondo norte estallan contra el colegiado y se acercan a las vallas a increparle. Una de las cámaras se centra en la escena, desde un ángulo algo lejano.

Entonces me fijo. Podría no haberlo hecho. Nadie lo haría, seguramente. Antes de cambiar la toma, me da tiempo a ver como uno de los chavales hace un gesto al llegar a la valla y arroja algo al campo. “¡Qué cabrón!”, pienso. “¿Qué le habrá tirado?”. Quiero saberlo, menos mal que están las repeticiones. Mirabet ha hecho un gesto a Torrecilla, quiere una de la falta. Sin duda, como está el partido, es de lo más jugoso que ofrecer.

Me acerco a mi libreta. Paso de la falta. Tengo que anotar qué ha arrojado el chaval. Era de color rojo. Apuesto por un mechero, aunque parecía algo menos pesado.

Lo que pasa a continuación no sé cómo contarlo. Entre mi forma de escribir y mis antecedentes, no van a creerme. Digamos, que en la repetición, el chaval no arroja nada. Sí, sí, que no pasa lo mismo que en el directo. Es, diría, prácticamente imposible darse cuenta. Va hacia la valla con la misma multitud, increpa, pero no arroja nada al campo… Se me hiela el cuerpo. Me lo pongo una y otra vez. No tengo imagen del directo de nuevo para comparar. El directo es único… ¿Estoy perdiendo la cabeza? Son muchas horas enfrente de la pantalla, pero estoy seguro de lo que he visto. Empiezo a alucinar, a desvariar. Por un momento me pasa por la cabeza algo serio: manipulaciones, engaños, complots. Prefiero no darle alas, suficiente tengo con lo mío.

El colegiado pita el final. 0-0. Se veía venir. Me voy a casa, me espera el capítulo octavo de mi cuarta serie de la semana, pero esto tengo que contárselo a alguien. Mis compañeros, bastante insulsos, han sido rápidos en marcharse. Menos mal que en el ascensor coincido con Mirabet. No me cae bien. Pero no puedo contenerme, se lo suelto, a ver qué opina, en plan jocoso. No es buena idea que me tome por un tarado. Al final de una exposición que tengo que comprimir en lo que baja el aparato cuatro pisos, concluyo así: “¿Alguna vez te ha pasado Mirabet?, ja, ja, vamos a perder un día la cabeza de tanta tele…”. Se ríe conmigo, pero no me sigue el rollo. No le caigo bien.

Maldito trabajo. Maldita libreta. Maldito chaval. Maldito Mirabet. Me ha dado tiempo a escribir esta carta en el maletero del coche en el que estoy retenido. Por favor, si la encuentran, búsquenme. José Elías Monzón Pérez, 34 años, de Las Rozas. Y si la leéis vosotros… quienquiera que seáis, os juro que no volveré a mencionar a nadie en mi vida lo que pasó en aquella retransmisión diferida.

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