Por McLovin.
A pesar del consejo en forma de poema de Delfín Prats que inicia esta serie de posts, la intención es precisamente volver a esos lugares (lecturas, películas, viajes….) que

dejaron un recuerdo imborrable. Un poso en algún lugar de la mente. Un buen recuerdo. O sólo una invención de nuestra nostalgia, como afirma Prats. “Siempre es levemente siniestro –yo diría perverso- volver a los lugares que han sido testigos de un instante de perfección”, nos dice Sábato en su soberbia Sobre héroes y tumbas. Seamos pues perversos e intentemos recuperar ese instante de perfección, ese lugar donde fuimos felices en las páginas de la imaginación de otro.
Llegué a Horacio Quiroga casi de casualidad, como a casi todas las cosas más o menos importantes de mi vida. El hijo me cautivó pese a ser una lectura obligatoria en el colegio. Este cuento condensa gran parte de los elementos que caracterizan la prosa del maestro del cuento latinoamericano y que han llevado a compararlo con otro monstruo del género, Edgar Allan Poe: el amor, la locura, la naturaleza, la tragedia. Me encantó su prosa vívida, natural, la descripción de los sentimientos, sus giros. Un cuento que además (spoiler alert) se adelanta en casi un siglo a Night Shyamalan… Como se ve, las moderneces no lo son tanto…
Sus Cuentos de amor, de locura y de muerte los leí en una de esas calurosas tardes de verano de piscina y siesta de mi adolescencia. Aún tengo la imagen mental de la lectura en el patio al son del adormecedor ritmo de las chicharras. Es curioso como con dos autores tan parecidos no puedo más que evocar dos imágenes mentales diametralmente opuestas. Con las lecturas de Poe me viene a la mente una fría noche de invierno al calor de una chimenea. Con Quiroga me retrotraigo automáticamente a una tranquila y calurosa tarde de verano que presagia una tormenta. Porque para Quiroga el entorno es un personaje más, su amada Misiones y la selva, el entorno rural, forma parte de la identidad de la obra (no es el único caso, ¿alguien se imagina a Walter White en otro sitio que no sea Albuquerque, NMX?). Se habla incluso de su “terror rural” como una de sus señas de identidad. La naturaleza imponente como enemigo del hombre.
De esta recopilación de cuentos que condensa lo mejor de su obra guardo un recuerdo cercano, como si los hubiera leído ayer, especialmente de tres relatos. El almohadón de plumas, una historia de terror gótico, de lo oculto en la cotidianeidad, muy poesiana. El alambre de púas, donde los animales cobran vida como personajes, con las mismas virtudes y defectos que los humanos. Y Los Mensú, por el brillante manejo del lenguaje, los paisajes físicos y humanos de una situación que no es tan del pasado como en toda lógica cabría pensar. Ese dominio de los diferentes registros del lenguaje en consonancia con los diferentes orígenes y personalidades de sus personajes es quizá uno de los rasgos más interesantes de su narrativa.
Para los padres que quieran compartir el rito iniciático con sus hijos es muy recomendable su Cuentos de la selva que dedicó a sus hijos. Conserva todos los rasgos de la narrativa quiroguiana pero con una temática que será también del agrado de los niños (y probablemente dé lugar a menos pesadillas nocturnas).
Su vida (como su obra) marcada por varias tragedias, accidentes y suicidios da para una novela por sí sola. Acabando de escribir este post me encuentro con una entrevista a Santiago Roncagliolo –promociona nuevo libro que no he leído, pero recomiendo su Abril rojo– en la edición de abril de la revista Gentleman. Curiosamente menciona a Horacio Quiroga en su Top Ten de escritores. Esboza un perfil del autor y su obra que no me resisto a citar:
“Se suicidó su padre. Y su padrastro. Y su mujer. Y sus hijos. Este hombre estaba destinado a ser un narrador de la oscuridad”.
Una de sus primeras obras (la más autobiográfica de todas), Diario de viaje a París, recoge su periplo a la ciudad de las luces y, fiel a su personalidad, el desencanto que le produce, frente a su posterior encuentro y flechazo con la salvaje naturaleza, que marcará el resto de su vida.
De su biografía -muy recomendable Quiroga íntimo, que recopila los diarios y parte de su correspondencia- me quedo con dos anécdotas que permiten acabar de perfilar una personalidad interesantísima, que se deja traslucir en todos sus relatos. Relatos que la mayor parte de los críticos consideran “poéticamente autobiográficos”.
En 1911 es nombrado juez de Paz del Registro Civil de San Ignacio (Misiones). Dado su carácter olvidadizo y caótico, toma la costumbre de anotar los nacimientos, defunciones y casamientos en trocitos de papel que “archiva” en una lata de galletas. Me viene a la mente Bartleby, no sé por qué…
Fue un padre severo y dictatorial preocupado porque sus hijos se desenvolvieran por sí solos, fruto probablemente de algún trauma de las numerosas tragedias que le tocó vivir. Los ponía a prueba dejándolos solos por la noche en la selva –con el lógico terror y exasperación de la madre- para que supieran salir de cualquier situación.
Su muerte da para otro capítulo. No os la desvelo, pero os adelanto que encajaría perfectamente como un cuento más. La realidad, siempre, siempre, supera a la ficción.