Dichosos dichos

Por Anacoreta Bloguerer

-(Jay:) Como decía mi abuela, «¿de qué sirve un plato que está vacío?

-(Dante:) ¿Qué quiere decir?

– (Jay:) Yo que sé. Chocheaba, se iba meando por todas partes… y se cagaba.

Clercks (Kevin Smith, 1994)

Por razones que no vienen al caso, a mi abuelo, muerto hace ya algunos años, no le llamábamos «abuelo», sino «tía», o «Tía Voladora» si te lo encontrabas saltando de piedra en piedra por el campo, lo que desconcertaba a los no iniciados en sus locuras.

Yo siempre fui, o eso nos decía a todas, su sobrina favorita.

de-pequena

«La Tía y yo»

Cuando murió lamenté, supongo que de forma tópica, como cualquier nieta, no haberle preguntado más cosas. Me invadió la pena de ver arder una biblioteca.

Mi abuelo era ingeniero de minas pero también declamaba largos poemas de memoria. Jugaba con las palabras, lo mismo que con una roca: encontraba una que le gustaba, la ponía boca abajo, le daba vueltas a su origen, la descomponía hasta desentrañarla.

Nunca se aburría. Lo mismo estaba arreglando las cañerías que construyendo un reloj de sol, o te demostraba el teorema (¿se puede demostrar un teorema?) de Tales con una servilleta en la sobremesa, o simplemente se quedaba dormido sobre la mesa, supongo que soñaba cosas interesantes también.

Mi abuelo tenía la costumbre de escribir todos los días en un pequeño diario. Con caligrafía de zurdo obligado a escribir con la derecha, porque lo contrario (bien se sabía entonces), era cosa del diablo. Garabatos de médico epiléptico, casi del todo ilegibles, y sin apenas adorno en su contenido tampoco. Normalmente datos desnudos: «Nació X, hijo de Y.», «Bautizo de Z.», ese tipo de cosas.

A veces, en plena discusión,  acudía a sus escritos para confirmar una fecha que se ponía en duda, o para resolver de una buena vez si no sé quién acudió a no sé qué evento…

Muchas veces decía: «Al final será un papelajo miserable el que salve la civilización» (más tarde he sabido que era un dicho de Napoleón). No es que desdeñase la tecnología, al contrario, estaba sorprendentemente al día. De hecho, el primer portátil que vi, era suyo, un cacharro llamado «Dragón», que tardaba 10 minutos en arrancar, pesaba 15 kgs, y él llevaba pegado con cola a un maletín, suficientemente grande para llevar aquel trasto y previamente vaciado al efecto. Pero tenía ese fetiche con el papel, qué le vamos a hacer. Supongo que entendía que las máquinas se irían al carajo antes o después (una destrucción de las relaciones de deudas, a lo Club de la lucha) y los humanos tendríamos que recurrir a la sabiduría estable y fija de un papel.

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«El bisnieto de mi abuelo y su dragón»

Más tarde he tenido ocasión de revisar sus cuadernos, y después de acudir a la fecha de mi cumpleaños, el inicio de la Guerra Civil, el 11-S y ese tipo de efemérides morbosas, acabé por descubrir reflexiones personales, más allá de los datos desnudos, siempre breves, pero entre las que me pareció entender un leit motiv, o estribillo recurrente.

Constantemente (como le recuerdo haciendo toda su vida, por otra parte), se entretiene en poner a prueba todo tipo de barreras. Por ejemplo, desconfía de la arbitraria división entre ciencias (26 de marzo de 2001: «La politología es una rama de la historia, como la química lo es de la física»). Se burla de la, para él no tan evidente, diferencia entre los 5 sentidos (14 de octubre de 1989: “Sinestesia es, por ejemplo, saborear los números. Me ocurre a menudo. Para mí el 1 sabe a macarrones en su tinta, el 2 a pellejos de esqueleto…”). Le gustaba poner en entredicho el concepto mismo de tiempo, repitiendo sarcásticamente la definición que le enseñaran de pequeño: «número numerado, del primer móvil movido, en relación al antes y después”.

A veces me pregunto, la Tía Voladora, que tanto se saltó a la torera fronteras, nacionales y conceptuales, ¿qué pensaría de lo que ocurre hoy en el Mediterráneo? Él, que no era ningún revolucionario, pero también fue refugiado, en la embajada de Noruega cuando la guerra de aquí: (19 de abril de 1937: «Nos levantamos uno de cada dos días para ahorrar fuerzas. No sabemos cuando volveremos a comer.»), ¿qué opinaría sobre el trato que se les está dando a los refugiados hoy?

Fechada el 21 de diciembre de 1991, entre las notas de un viaje a Egipto que realizaba por aquellas fechas, encuentro esta frase: «Cada vez entiendo menos esto de tú y yo, sólo nosotros.» Ya está. Todo se ha unificado: hombre-mujer, antes-después, tú-yo… Hmmmm, no. Demasiado new age para la Tía.

Me da por pensar ¿y si mi abuelo no se refería a que, cuando los sistemas informáticos de la banca se desplomen, algún papel con la relación de acreedores y morosos nos salvará del desorden, sino a que, en tiempos oscuros de barcos naufragando, como estos de ahora, yo leería en su diario, a duras penas, esta idea de que, al fin y al cabo, somos el mismo barro, contándose chistes y haciéndose la guerra, y procuraría ser más civilizada y empática?

Me lo imagino en un hotel de El Cairo escribiendo, la mano agarrotada, esa sentencia demoledora de la última frontera: la individual. ¿No suena a Evangelio? “Cuanto hicisteis a uno de estos a mí me lo hicisteis.”

Como la frase, tal cual está escrita, no tiene más contexto que un horario de visitas turísticas al Valle de los Reyes, puedo imaginar ¿por qué no? que la estuviese copiando de otro papelajo, también casi ilegible, pero igualmente redentor. Un papiro egipcio escrito hace, pongamos, tres milenios, que, con toda vigencia, declarase: «Un poco de misericordia con esa pobre gente de la frontera. Cojones ya.» El Libro de Sus Muertos, supongamos. 

«¿Aquí no puede pasar? Pero si… ¡Ya ha pasado!»

O eso, o la Tía estaba de coña, como de costumbre. Y yo no lo entiendo, como de costumbre.

No lo sé. Y  no puedo preguntárselo. Ññññññá.

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