La imagen del derecho en el cine (II): La justicia implacable

Por Clásico=Moderno

Gracias, amigos, por haberme esperado tan pacientemente. La culpa de este retraso es de mis asuntos, no mía.

(Lorenzo en El mercader de Venecia, William Shakespeare)

[Primera parte aquí: Los clásicos y algo de cine español]

Toda causa produce un efecto. Una escena puede anudar a un disparo una muerte. Algunos autores, como Bresson, pueden mostrar el efecto en primer lugar, obligando a la inteligencia del espectador a entrar en juego, manteniéndole así enganchado a la trama. Como afirma en sus Notas sobre el cinematógrafo, se nos desvelará el motivo de la alegría en la cara del hombre cuando veamos posteriormente a su mujer y a su hijo pequeño correr hacia él. Por unos segundos el espectador ha tenido que preguntarse el motivo de una expresión inicialmente descontextualizada.

Causas y efectos (en ese orden) pueden también ser contemplados desde el punto de vista de la historia que cuenta la película, no de sus planos, escenas o secuencias. Los actos de los personajes tienen unas consecuencias. Desde esta perspectiva, el derecho es normalmente reflejado por el cine como una máquina implacable que se muestra incapaz de ofrecer una respuesta que recoja los matices, los hechos, las motivaciones personales… en definitiva, las circunstancias que la historia ha mostrado. La empatía que el público ha ido estableciendo con los personajes entra en disonancia con la reacción que el Estado, a modo de leviatán omnipotente hobbesiano, ofrece por medio del derecho. Derecho no es igual a justicia. Al menos nunca del todo.

El hecho de que la ley se erija como parte de la trama no implica necesariamente que la película deba ser denominada como jurídica, de tribunales, o cualquier otra calificación que determine el género. La ley entra en escena porque ofrece las reglas de convivencia. Una mayor o menor agresión a esa convivencia, o la necesidad de solucionar un conflicto, activan el mecanismo. En Kramer contra Kramer (Kramer versus Kramer, Robert Benton, 1979), tras la ruptura matrimonial entre Dustin Hoffman y Meryl Streep, ella se marcha de casa y queda el padre a cargo del hijo, a quien, en un principio, no sabe cuidar. Una sucesión de escenas, que conforman aproximadamente la mitad del metraje, muestran su lucha por hacerse cargo de la situación y el vínculo que va creando con el chico. Avanzada la trama, la madre vuelve a entrar en escena: reclama la custodia. Se puede empatizar con ella –pues se ha divorciado de un marido que no era capaz de darle lo que ella necesitaba-, pero esto no cambia el hecho de que los dos merezcan un juicio justo en el que se analicen sus posturas y se decida sobre la custodia del menor. La película muestra muy pronto que el marido tiene la batalla perdida. La custodia es para la madre según una aplicación de reglas que el derecho considera objetivas.

Con la legislación de hoy día se hubiera optado por la custodia compartida, pero lo relevante es que, a la vista de los datos que el guionista ha decidido ofrecer al espectador, la decisión del tribunal no es justa. Solo el giro final –la madre se arrepiente y decide que sea el padre el que se quede con el niño- evita un resultado que el espectador no puede concebir.

Krzysztof Kieslowski creó a finales de la década de 1980 su majestuoso Decálogo. Producido para televisión, los diez capítulos establecen una particular visión sobre los diez mandamientos. Para el quinto y el sexto realizó una versión extendida. En No matarás (Krótki film o zabijaniu, A Short Film About Killing, 1988), el castigo, el origen del mal, la pena de muerte, la prevención del delito y otras cuestiones de tipo moral y jurídico salen a la luz por medio de un montaje paralelo según el punto de vista de tres personajes: la víctima (un taxista que lava su coche y empieza la jornada), el asesino (que vaga por la ciudad) y un abogado (que aprueba el examen para ejercer). Los destinos de los personajes se cruzarán cuando Jacek pare el taxi y, en un no lugar, mate sin aparente motivo al conductor. Pese a que Kieslowski lo haya mostrado como un hombre sin escrúpulos, no hay justificación para su salvaje asesinato, que es mostrado con toda crudeza. La secuencia -que comienza con el plano corto de unas manos que sujetan una cuerda en el asiento trasero, el posterior estrangulamiento y la ejecución final, piedra en mano- tiene una extensión de más de 7 minutos. Como en Crimen y castigo, se elimina a un personaje molesto para la sociedad, pero si en la novela de Dostoievski tal motivación es consciente, convirtiendo a Raskolnikov en un trasunto de superhombre nietzschiano, la marginación social, la apatía, incluso podría decirse que una profunda tristeza –la tristeza del país-, convierten a Jacek en asesino.

El abogado Piotr, en las primeras escenas, ante el tribunal que lo examina para ser colegiado, responde a la pregunta de por qué quiere ser abogado: “¿Quieren que conteste lo que pienso o lo que hay que decir?”, y expone la función social del abogado, el modo en el que el ejercicio de la profesión le permitirá conocer los distintos estratos de la sociedad, la prevención general de delitos, la prevención especial, etc. El hecho de abordar en tal profundidad la materia la convierte en una rara avis en la historia del cine. Tras la escena del asesinato, un brusco salto temporal, en inmaculada elipsis, nos muestra a los jueces levantándose tras la finalización del juicio: Jacek ha sido condenado; Piotr era su abogado. Las secuencias posteriores permiten que nos imaginemos cómo ha debido ser la encendida defensa, no para evitar la pena de muerte, sino contra la pena de muerte. La conversación entre el abogado y el presidente del tribunal tras el juicio muestra cuál es la posición del director ante tal castigo, que no es otra que la del propio presidente, que tiene que aplicar una pena en la que no cree. Se pasa luego a una larga conversación entre el abogado y el condenado el día en el que va a ser ejecutado y, finalmente, a la escena del ahorcamiento, en la que, al igual que en el asesinato, no se ahorra ningún detalle. El arrepentimiento del criminal es claro, la postura de los personajes también. La ley dice otra cosa.

Un hombre, haciéndose pasar por un reputado director de cine, logra introducirse en la casa de una familia de clase media alta a la que promete filmar y hacer protagonista de sus películas. En un momento determinado, llega a pedirles dinero, pero es descubierto, denunciado y sometido a juicio. Tal es la historia que cuenta Close up, filmada en 1990 por el iraní Abbas Kiarostami. Del citado engaño solo se nos muestra el momento en el que, en un autobús de línea, el impostor entra en contacto con la madre de familia y consigue ser invitado a la casa.

La película se centra en los momentos previos a la detención, la estancia en prisión provisional y, fundamentalmente, en el juicio. Es en su declaración ante el tribunal cuando conocemos las razones de Hossain: su amor al cine, su imposibilidad, dada su clase social, de dedicarse al mismo, su necesidad de sentirse alguien, ponen el marcha la mentira.Todo surgió por mi amor al arte. De niño iba mucho al cine. Jugaba a hacer películas con mis amigos. Pero como no tenía los medios, tuve que abandonar mis pretensiones artísticas. Se convirtió en una obsesión”.

El personaje habla del amor al arte y el espectador no puede sino compartir los argumentos que expone al juez, aunque su modo de actuar pueda constituir un fraude. Kiarostami –que aparece en escena como un personaje más- va a visitarlo a prisión y le pregunta por el motivo de confesar que era un sinvergüenza, a lo que Hossain contesta que desde fuera lo que hizo parece una estafa. Esa separación entre lo de dentro y lo de fuera refleja aquello en lo que el derecho no puede penetrar, aquello en lo que los que aplican las leyes no se toman (o pueden tomar) el tiempo necesario en valorar. En palabras del propio Hossain: “legalmente tal vez sea un cargo, pero no moralmente”.

Rodado a modo de falso documental, se trata de una historia real en la que los verdaderos implicados accedieron a recrear los hechos. El único intruso es el director, que rueda con cámara invisible, creando una de las películas más emocionantes de la historia del cine. Close up, al igual que Kramer contra Kramer, muestra que, al descender al caso concreto, la justicia puede difuminarse, ya que se castiga una conducta desprovista de dolo, de intención alguna de defraudar. Se trata de una justicia sin sujeto, que no sabe (no puede) entrar en la historia particular. Las leyes están (pre)escritas y son códigos de conducta generales. Es el perdón de la familia el que lleva a una atenuación de su responsabilidad criminal.

Las obras citadas llaman a la reflexión, a un cuestionamiento de la capacidad (y posibilidad) de los jueces, del sistema, para entrar a valorar las motivaciones personales y circunstancias que llevan a las personas a comportarse de una determinada manera. La mera aplicación de la ley lleva a desnudar de motivos toda historia.

En Senderos de gloria (Paths Of Glory, Stanley Kubrick, 1957), la condena a muerte de tres soldados por la mera voluntad ejemplarizante de la superioridad militar permite enlazar y avanzar hacia la cuestión de la legitimidad del derecho, sobre la que se profundizará en la próxima entrega. La acusación de cobardía encubre los propios errores de dos generales del Estado Mayor, que habían mandado a los soldados a una batalla suicida solo por el ansia de reconocimiento y ascenso. La misión fracasa y se lleva a cabo un juicio sumarísimo bajo el paraguas de unas leyes de excepción. No se trata ya de un derecho cuya aplicación al caso concreto puede ocasionar un resultado injusto, sino de un derecho injusto. El propio derecho se sitúa al margen del derecho.

                                                                                              Continuará

hobbes

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