Garrapatera (cap. 5)

Cuaderno de bitácora: en barco por Mallorca y Menorca

Por José Mª Gentil Girón

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Existe un refrán entre las gentes de la mar de esta zona: “en el Mediterráneo hay dos cosas seguras, el mes de julio y el puerto de Mahón”. Pues bien, al menos la segunda parte se ha cumplido, porque en los muelles de Marina Menorca hemos tenido que pasar el tercer temporal en lo que va de mes.

Como la previsión ya nos tenía advertidos, dejamos el día 15 de julio para estar en tierra. El pantalán que teníamos asignado era cómodo pero estaba alejado del centro, así que nuestro primer paso fue alquilar un scooter, que nos proporcionó el propio personal del puerto; una gran comodidad coger y devolver la moto a pie de barco.

Armados con una Honda Visison 125 (qué recuerdos me traía de la mítica Honda Visión 50, aquella de colores, y de mi primer ciclomotor, la nefasta Daelim Message, que teóricamente compartía motor con aquel modelo), aprovechamos para hacer tareas de intendencia. Dejé a Marga en una lavandería mientras yo hacía la compra de aprovisionamiento, y también de algunos recambios en la náutica local, para reparar los desperfectos de las tablas de pádel surf. Estuvimos moteando  media mañana, pero una vez con todo terminado, nos lanzamos a circular por la Menorca interior y más rural.

Nuestro primer destino fue el Port d’Addaia. Si bien tiene un paseo agradable, lo recomendable que parece, por su tipismo, para embarcaciones, no resulta extensible para paseantes. Volvimos hasta Mahón para comer en uno de los lugares recomendados por la gente local. Ya la noche antes, volviendo a la Garrapatera, habíamos tenido ocasión de comprobar cómo están de concurridas las fiestas de los domingos en el restaurante Paput. Aquella tarde pudimos testar sus hamburguesas, de carne exquisita, y para mí gusto, con exceso de complementos, especialmente la sobrasada, que mataba el sabor del resto. La atención fue magnífica.

Durante la tarde paseamos por Binibeca Vell, un teórico poblado de pescadores (en realidad es una urbanización de veraneo construida en los años sesenta), actualmente tomado por hordas de turistas. No fue imposible, sin embargo, pegarnos un baño y una siesta en su puerto, algo más tranquilo. De allí nos trasladamos al antiguo poblado talayótico de Trepucó. Para mí el interés estuvo en mayor medida en el camino entre hermosas casas de campo menorquinas que en las construcciones prehistóricas en gran parte reconstruidas. Recordé, no obstante, aquellas visiones fugaces desde el barco de otras similares en el norte de la isla, que me impresionaron.

Finalmente visitamos el imprescindible pueblo de Es Castell, de sabor británico, y su puertecito, Cales Fonts. Allí nos sentamos a tomar algo  y encontramos por casualidad uno de los lugares que recordaremos del viaje, el Pindapoi, un entrañable bar a pie de mar regentado por personal hippie y acogedor, absolutamente diferente del resto de locales turísticos de la zona, donde disfrutamos de una música estupenda viendo entrar y salir los barcos. Muy recomendable.

Marga se lo tomó todo con más tranquilidad pero a la noche yo ya estaba de los nervios por el temporal. Sabíamos que nos tocaba otro día en tierra, y planeamos al menos salir a las afueras del puerto, a Cala Teulera, así que compramos en la lonja local algunos mejillones de roca y gamba roja para comer. Aún cenamos con la familia en el restaurante Ses Forquilles, con una atención y comida correctas (aquí cabe añadir tanto “sin más” como “que no es poco”). Nos despedíamos ya de mi madre, que volvía en avión a la península.

Por la mañana salimos sin prisa a navegar. A velocidad pausada, el puerto de Mahón que mide cinco millas de punta a punta, es una singladura bien hermosa. Las casas señoriales casi tocan el mar, y el patrimonio militar, construido y regentado por franceses, británicos y españoles a lo largo de los siglos, es exuberante. Uno puede fácilmente imaginar las innumerables batallas que unos y otros han librado durante centurias para controlar este enclave estratégico. Al fondo, los muros de la ciudad vieja nos vigilan en lo alto.

Cala Teulera, nuestro destino para ese día, es un fondeadero protegido de todos los vientos, casi una laguna, detrás de la isla del Lazareto. Esta antiguamente fue una península, pero se abrió el Canal de Sant Jordi, obra de ingeniería militar, para separarla de Menorca. Los lazaretos eran esos lugares donde se hacía pasar la cuarentena a los barcos que llegaban, y este tiene unas construcciones impresionantes, en mi opinión poco puestas en valor. Bajamos con la zodiac para pasear por la isla y pudimos recoger algo de hinojo marino y alcaparras salvajes, entre un silencio total y algunos tímidos lagartos que se escondían a nuestro paso.

Abajo en la cala, vivimos varias situaciones divertidas con los fondeos de gente inexperta que no conseguía clavar bien el ancla y garreaban una y otra vez. A unos italianos los vimos intentarlo cinco veces, con la rareza de que antes de echarla con el molinete eléctrico apagaban el motor, con lo que eso haría sufrir a la batería, y un chaval quiso tirar de vanidad cuando Marga le avisó de que estaban garreando, y aún le dijo, incomprensiblemente: “es que me gusta ver como se mueve”, para dos segundos después, saltar a los mandos para evitar el choque con un velero. Demasiadas pocas cosas pasan.

Por cierto que a la vuelta nosotros también la liamos. No quisimos recoger la zodiac para entrar en el amarre con tan mala suerte y ejecución de maniobra que la enganchamos en el cabo del muerto de los de enfrente y el barco se quedó allí parado, sin saber nosotros si la hélice de proa o de popa tocaba algo, y por tanto sin querer dar máquina para no estropearlo más. Los marineros de Marina Menorca, siempre al quite, supieron ayudarnos a solucionarlo.

Tras un último paseo por el centro disfrutando de la música callejera y tapeando algo en el Mercado de Pescado, volvimos al muelle a disfrutar del eclipse de luna. Fue entonces cuando nos hicimos amigos de un animalillo que parece que hace las veces de mascota de puerto, un pato que semeja ser hijo de mil padres, entre los que incluyo a los blancos domésticos, a los salvajes y al mudo oriental. Allí se sentó con nosotros a disfrutar de la luna y aún comió pan que le ofrecimos y pidió agua y hasta un duchita con la manguera. En honor a un felino que nos espera en casa, lo llamamos cariñosamente Señor Don Pato.

El temporal pasó y al fin salimos a navegar. Lo hicimos durante quince preciosas millas, doblando Punta Prima frente a la isla del Aire, donde su homónimo no nos aconsejó fondear, pero pudimos disfrutar de unas aguas turquesas que nos enamoraron, incluso a profundidades superiores a los diez metros. La isla, completamente plana y de vegetación muy escasa, es azotada por los vientos del este, y tan solo la habitan lagartos y conejos. Continuamos sin poder pararnos en Cala Binidalí ni Biniparratx, por la alta ocupación y finalmente entramos en Cales Coves.

El lugar es espectacular. Una entrada en forma de Y depara un fondeo absolutamente seguro en el que lo único necesario es saber echar un cabo a tierra para que quepamos más embarcaciones. Consideramos el barco afianzado con dos amarras a una roca grande y otra a un muerto que encontré buceando, además del ancla. El paraje es impresionante. En un agua completamente calmada, uno observa en el acantilado cientos de cuevas prehistóricas que conforman una necrópolis de la civilización talayótica.  Por la mañana intenté hacer pesca submarina sin éxito, así que atardeciendo volvía a echarme al agua con poca esperanza, sin equipo alguno. Pues bien, localicé una dorada apañada y tuve que volver a toda prisa a por el arpón, para intentar cogerla sin más instrumental que la máscara. Bajar sin aletas hasta el pez es extremadamente dificultoso, pero también una experiencia hermosa que te conecta con los inicios de este deporte y la supervivencia en el mar. El disparo fue exitoso y la subimos a bordo.

También pude hacerme con un pulpo pequeño, al que subí a bordo para fotografiarlo y que Marga pudiera dibujarlo, y le cortamos una pata (lo sentimos, pulpito, pero te volverá a crecer) para echar de cebo nocturno. Lo devolví a su misma cueva con objeto de evitarle más disgustos y tensiones.

La noche cayó muy hermosa. Éramos bastantes barcos, pero todos de gente tranquila que no nos estropeábamos la experiencia unos a otros. La oscuridad fue imponiéndose mientras al fin abríamos una lata (traemos muchas, pero la pesca está bastando) para cocinar un sabroso confit de pato.

Por la mañana  me he levantado a las siete para comprobar la caña. Algo gordo ha debido de pegar al pulpo, pues han arrancado dos anzuelos del aparejo. Nuevamente, el material nos deja en evidencia. Tras desayunar hemos salidos de ese bellísimo lugar y tras parar brevemente en Cala Porter para aprovisionarnos de hielo y pan, hemos seguido hasta la curiosísima Cala Trebaluger.

La playa es de aguas turquesas, virgen, rodeada por amplios pinares, como suelen serlo en el sur de la isla. La particularidad de esta es la existencia de un río navegable con remo durante dos millas, que hemos hecho en las tablas de pádel surf. La experiencia es difícilmente descriptible, pero extraordinaria. El agua del río es absolutamente turbia, y sólo se adivinan algunas lisas de cuando en cuando bajo la tabla, peces que se adaptan muy bien a aguas poco salobres. La vegetación a ambos lados, de palmeras y cañaverales, te transporta a otras latitudes y a paisajes tropicales.

Tras ello, aunque ya era, lo reconozco, hora de una cerveza bien fría, he querido tratar de pescar algo. Al principio he visto poca cosa, pero luego, con cierta suerte, he podido atrapar una lisa de punto amarillo y una lubina. Hemos cocinado los lomos de los tres pescados a la plancha, y dejándonos llevar por los prejuicios que las lisas nos ofrecen, a esta le hemos añadido una salsa bilbaína. Sólo con la dorada y el róbalo hemos hecho también un tartar. Lo cierto es que todo estaba delicioso.

El parte anuncia otro temporal, esta vez de sur. Sobrellevarlo aquí es imposible, nos obligaría a volver a subir al norte de la isla. Desgraciadamente, todo anuncia que tendremos que abandonarla mañana por la mañana para seguir protegidos por el norte de Mallorca. Aunque teníamos pensado pasar la noche en la misma Trebaluger, el fuerte mar de fondo, que no ha parado ni parece que vaya a hacerlo, nos ha hecho aconsejable, por prudencia, trasladar el barco a la cercana Cala Galdana, una localidad muy turística que en tiempos fue probablemente el lugar más hermoso de la costa sur. Hoy varios hoteles la afean y promueven el jaleo en la playa.

Una vez echada el ancla al fondo, me he lanzado a comprobar su sujeción y, sorprendentemente, he visto algo de vida submarina, por lo que he decidido probar una vez más con el arpón. Entre unas rocas a poca profundidad he estado haciendo esperas para hacerme con un buen sargo y una dorada hermosísima que ha caído en un lance precioso. Ese momento en que se ve a la pieza entrar con curiosidad cerca de uno, y se sigue muy quieto, aguantando la respiración, sin mostrar externamente el torbellino de pensamientos que se tiene en la cabeza, aguardando el segundo justo para apretar el gatillo, es difícilmente descriptible para quien no lo ha vivido. Siempre me viene a la mente una frase de Hemingway en El Viejo y el mar: “El millar de veces que lo había demostrado no significaba nada. Ahora lo estaba probando de nuevo. Cada vez era una nueva circunstancia y cuando lo hacía no pensaba jamás en el pensado”. Como ya hice en un capítulo anterior, vuelvo a parafrasear aquí un verso de Summa Vitae: “Cosas así de simples y soberbias”.

De nuevo hemos sacado nuestro sustento de la naturaleza con nuestro esfuerzo y es hora de planificar a qué hora salir para Mallorca. Más aventuras nos esperan.

Sigue el capítulo 6 aquí.

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