Por Ignatius J. Batelmo.
Los cobardes agonizan muchas veces antes de morir… Los valientes ni se enteran de su muerte (Julio César).
Muchos son los corredores populares del siglo XXI aficionados a describir en blogs y artículos varios sus sensaciones al enfrentarse a recorrer los 42.195 metros y sobre cómo consiguieron mejorar sus marcas personales, la superación de un reto o la consumación de una promesa. Muchos son los artículos periodísticos sobre las estratosféricas marcas de los atletas profesionales, sus remontadas o desvanecimientos, su lucha competitiva. Hay novelas y epopeyas deportivas, pero entiendo que sólo con unas líneas se puede explicar una serie de sensaciones. Esa es la idea.
En Sevilla, el pasado 21 de febrero, me vi como un corredor popular que iba a vivir su primer maratón. Pero, hasta esos últimos meses no he descubierto de veras el sacrificio, el esfuerzo y la dedicación que implica terminar triunfalmente una prueba de esta índole. Todos los que me conocen se preguntaban por qué y daban sus apreciaciones técnicas y especialitas (que no especialistas) sobre la materia… que si correr es de cobardes, que para correr tanta distancia hacen falta demasiadas horas de entrenamiento, que el cuerpo no está preparado para eso, que lo bien que se está en el bar con la cervecita, que si te lo has pensado bien, que si hay que tenerlos cuadrados… y, cómo no, en parte tenían razón. No puedo decir que haya visto a la muerte de cerca, pero sus primas hermanas me iban dando chorlitos mientras corría los últimos kilómetros. No obstante, al final, triunfé.
Triunfar en la vida, siempre tiene un claro aspecto subjetivo. Ese día Carles Castillejo quedó segundo, pero fue un gran triunfador, como campeón de España y con la marca mínima para los Juegos de Río de Janeiro. Jesús España, sexto en su primer maratón, también triunfaba. Cada uno de los corredores que conseguía rebajar su mejor marca personal triunfó sobre sí mismo. Yo mismo, corriendo por primera vez esta distancia, triunfaba “sólo” con el hecho de terminar, en el mayor éxito deportivo de mi carrera; por encima de algunas copas o medallas en otras disciplinas, terminar un maratón es un triunfo inigualable.
Cuando hace un año y medio empezaba a correr, bastaban 20 minutos para sentir una agonía indescriptible. El dolor en la rehabilitación de aquella lesión me había enseñado a sufrir y en los entrenamientos largos había empezado a saber qué se siente cuando llevas dos bloques de hormigón en cada pierna. Carreras de 10 km, medias maratones, tiradas largas que llegaron a 32 km… nada te prepara suficientemente para esa primera vez. Ni mentalmente ni físicamente. Esa primera vez que aúna nervios e ilusión por la mañana y desesperación y desgarro a mediodía. El ying y el yang de este deporte. Endorfinas de placer en la primera parte y ácido láctico de mortandad al pasar el muro.
Comienzas con el freno de mano puesto, piensas que podrías ir mucho más rápido sin sufrir, te dejas llevar un poco, te encuentras con un amigo y charlas, te vas para adelante, te empieza a doler un gemelo, te arrepientes de tu alegría, frenas, vas con calma haciendo cálculos mentales del ritmo por kilómetro, te saluda algún amigo, gritas “vamos” a cada grupo de rock del recorrido, te empiezan a doler las rodillas, aplaudes al público entusiasta, ves a alguien querido que llora al verte cumpliendo el sueño, piensas en que sería imposible haber llegado hasta ahí sin su apoyo, te topas con el muro y recuerdas los vídeos de YouTube que apuntan a que deben ser 2 km y que luego ya bien si eso… pero pasan 3, 4, 5, 6 km de sufrimiento extremo y se te va nublando la vista, te dan ganas de irte a casa, aguantas estoicamente, cada paso que das vas batiendo tu récord personal de metros recorridos, saludas a los grupos de rock con un dedo y mucho es, ni puedes girar la cabeza si alguien grita tu nombre, vas paulatinamente bajando el ritmo, a tu alrededor empieza a haber más gente andando que corriendo, sabes que si te pones a andar no llegas, cada metro se hace eterno, ya no te duele nada en concreto (¿qué bien?), ya ni sientes el cuerpo, le gritas a un compañero “¡esto lo acabamos por cojones!” (aunque el grito sea para ti mismo en realidad), crees que finalmente sí se puede, deambulas elevando imperceptiblemente tu zancada, llegas al estadio, lloras, gritas de rabia, lloras, ríes, sacas fuerzas de algún sitio y haces como que esprintas, sonríes celebrando los últimos metros como un triunfador, llegas a la meta, lloras. 42.195 metros.
Filípides falleció al llegar, y pienso que es maravilloso estar vivo y que todo lo vivido va a ser muy difícil de contar. No podía ni caminar, pero había merecido la pena. Mi primer y mi último maratón. Ahora a escribir el libro.