La lección del Profesor Vankroffen

Por E. Asensio.

De lo que tengo miedo es de tu miedo (William Shakespeare).

El profesor Vankroffen dio por concluida su lección magistral en aquella lluviosa mañana. De la misma manera que en los últimos cinco años, se sintió enormemente satisfecho con su actuación. Consultó su reloj de muñeca para asegurarse de que no se había excedido en su ponencia. Agarró su maletín depositado en el suelo con el objeto de introducir los documentos que conformaban el contenido de su exposición, y al mismo tiempo se giró para comprobar el estado de la enorme pizarra.

Con unos movimientos lentos dados sus problemas de artrosis, acuciados por la climatología reinante, eliminó la tiza que plasmaba sus brillantes fórmulas. No era buena idea que alguien pudiera darles un uso inadecuado. Se ajustó sus lentes para otear si sus alumnos habían sido asaltados por alguna duda de última hora. Los principios desarrollados en aquel punto del temario no eran precisamente sencillos y de ello era consciente el profesor Vankroffen.

Si bien era tremendamente exigente, era capaz de admitir que el dominio de su asignatura requería un esfuerzo complementario por parte del estudiante, fundamentalmente en la disciplina práctica de la materia, en la que estaban centrados en aquel momento del calendario académico.

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Vankroffen tenía fama de profesor estricto y eso le enaltecía. Ello no era óbice para que guardara una relación bastante cordial con algunos de sus alumnos, aunque no era muy amigo de que trascendieran detalles de su vida privada.

Aunque el tiempo continuaba adverso, el profesor Vankroffen no debía impartir clase hasta la jornada siguiente, por lo que, tras terminar de recoger al completo la mesa, inició el camino hacia las imponentes puertas que daban entrada y salida al aula magna. Creyó que los estudiantes debían tener horario por cumplir, dado que nadie abandonó la estancia. Tampoco se cruzó a ningún holgazán perdiendo el tiempo por los pasillos.

El profesor tenía mucho aprecio a aquella prestigiosa Facultad y a su cuerpo de docentes, sin embargo estaba planteándose presentar una queja formal ante la autoridad competente por lo descuidado que estaba el edificio. A él le gustaba hacer gala de sus conocimientos en el lugar más majestuoso posible. Además, estaba convencido de que para dominar los entresijos de sus enseñanzas era fundamental encontrarse en un entorno confortable.

En dos semanas llegarían las pruebas finales y el profesor Vankroffen ya se encontraba trabajando en el cuestionario correspondiente. Acusado en los últimos ejercicios de una dificultad extrema, este año, no sin refunfuñar, había reducido el número de preguntas y eliminado uno de los problemas más polémicos de la parte especial. Aun así, no estaba muy contento con el rendimiento de los futuros graduados, y si sólo dependiera de él, a más de la mitad les haría repetir curso.

En estas hondas cavilaciones andaba el profesor cuando alcanzó el lugar transformado en un recóndito aparcamiento. Se introdujo en su utilitario no sin esfuerzo y dejó reposar su maletín sobre el asiento posterior.

Tras avanzar unos cuantos metros, el vehículo de Vankroffen se hizo visible para el guardabosque Thompson y su hijo. Cuando el automóvil se hallaba a su altura, el pequeño, con la mirada fija en la luna delantera, le preguntó a su progenitor:

– Padre, ¿qué demonios hace ese hombre todos los días en la escuela abandonada?

Ni al objeto de calmarle, pudo un inquieto Thompson darle respuesta.

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