Por McLovin.
Los mundos nuevos deben ser vividos antes de ser explicados (Alejo Carpentier).
“El Comerciante Lam-Yam concibió a los 84 años al octavo de sus hijos y decidió quedarse a oírlo crecer hasta los 108. Cuando fueron a inscribirlo en el registro al funcionario se le traspapeló una L y el niño quedó también tocado de esa otra rareza: sería ya para el mundo Wifredo.”
Es difícil distinguir si este es el inicio de una novela de García Márquez o una crónica periodística (de El Mundo, en concreto) y sin embargo es el relato real de la vida del artista cubano Wifredo Óscar de la Concepción Lam y Castilla –hasta su nombre es un sincretismo de exotismo y costumbrismo-, cuya biografía está trufada de momentos que parecen sacados de lo mejor del realismo mágico. Su obra se expone estos días en el Museo Reina Sofía de Madrid en una completa retrospectiva.

Curiosamente, al ver la exposición algo en mi subconsciente relaciona alguno de los cuadros de Lam con la sobrecogedora El reino de este mundo, de Alejo Carpentier. Rebusco en la biblioteca de casa y encuentro la edición de Alianza Editorial que leí hace más de diez años. Sorpresa. Efectivamente lleva en su portada una imagen de un cuadro de Lam (Bélial, emperador de las moscas, 1948). Curiosas las conexiones sinápticas que guarda nuestro cerebro en el subconsciente. Me entero además al leer una reseña periodística sobre la muestra que Carpentier y Lam eran amigos. La obra de Carpentier embarca al lector en un mundo exuberante y legendario en el que se mezclan los acontecimientos que precedieron y siguieron a la independencia haitiana, conjugando rebelión popular, poderes sobrenaturales y licantropía…. En esa mezcla de lo real y lo mágico tan propia del Caribe y que influiría en el devenir del país hasta los días de Papa Doc y Baby Doc e incluso hasta el presente. Volviendo a Lam. Ese sincretismo de sus tradiciones ancestrales y modernidad se aprecia a lo largo de gran parte de su obra, un mestizaje que se hace más evidente cuando evoluciona hacia el surrealismo y las corrientes modernas. Encuentro huellas de la simbología de los rituales afrocubanos y de la santería en que, según leo, le iniciaron su madrina Mantoñica Wilson y, más tarde, en su vuelta a la isla, Lydia Cabrera. Me viene a la mente La serpiente y el arcoíris, del mago de la serie B Wes Craven. Me tengo que hacer ver las conexiones sinápticas….
La muestra, coproducida por el Museo Reina Sofía conjuntamente con el Pompidou y la Tate, se exhibirá en Madrid hasta el 15 de agosto y aquellos que no lleguen a tiempo deberán desplazarse a Londres, donde estará de septiembre a enero. La antológica está organizada en 5 tramos que desbrozan toda la carrera del artista y su evolución. Desde la etapa española, más academicista y formal (estuvo en nuestro país entre 1923 y 1938, donde además de descubrir su fascinación por Picasso, Miró y Juan Gris, cuya influencia se irá notando en su obra, le dio tiempo a casarse, luchar por la República, perder a su esposa e hijo a causa de la tuberculosis y exiliarse a la Francia de preguerra que también marcará su obra) hasta su vuelta al Caribe y nuevo regreso a París y años finales en Italia. De su etapa española me recuerda en algunos cuadros al colorido de Anglada Camarasa, el surrealismo mágico de Ángeles Santos y a la etapa de Picasso en Gósol. Mis obras favoritas son aquellas en que es más evidente la influencia de esa síncresis de culto a los dioses africanos y catolicismo que lo marcó desde pequeño, aquellos cuadros de rostros y formas desdibujadas, más próximas a máscaras que a seres humanos. Especialmente me gustan Las manos cruzadas (1951), Natividad (1947), Bélial, emperador de las moscas (1948) o Mujer-Caballo (1950).

Estéticamente quizá no es la que más me gusta, pero me conmueve la historia detrás del cuadro La Jungla (1943): tras 18 años en Europa vuelve al Caribe y allí descubre que el paraíso perdido, La Cuba de Hemingway, es un país corrupto, humillado. Pinta el cuadro para desquitarse de los retratos de potentados que tenía que hacer para ganarse el pan, como denuncia de las relaciones de clase y de dominación. Como afirmó el poeta de la negritud, Aimé Césaire, amigo suyo: “Tuvo como misión pintar el drama de su país, la causa y el espíritu de los negros”. Ese signo de rebeldía acaba siendo adquirido por 7.000 dólares por un potentado americano. Nada menos que Rockefeller, pasando tiempo después a los fondos del MOMA y siendo expuesto al lado de Las Señoritas de Avignon de Picasso. Toda una ironía. Como la foto del Che Guevara de Korda, que acaba fagocitada por el merchandising del capitalismo más rabioso. Saturno devora a todos sus hijos, incluso los más rebeldes. No está en la muestra, pero podréis ver los dibujos preparatorios.
Por casualidad en un almuerzo comparto mesa con el hijo mayor del artista, Stéphane Lam. Lo que auguraba ser una aburrida comida de trámite resulta ser todo un descubrimiento. El incómodo silencio inicial entre desconocidos da paso, por obra y gracia del buen humor y las anécdotas de Stéphane, a un ambiente distendido y agradable, al que se suman todos los comensales. Físicamente es muy parecido a su padre: alto, delgado, con fisonomía de mulato y los ojos achinados. Y posee una risa contagiosa.

Heredó también la vena artística: se dedica al mundo de la música en Shangai y me cuenta que ha fusionado en algún proyecto la ópera bufa con el teatro tradicional chino. Cuenta también que no conoce Cuba, aunque le proponemos a los diplomáticos cubanos en la mesa que Sagua la Grande sea declarado Patrimonio de la Humanidad. Recuerda a un padre amable y simpático, pero quizá algo ausente, absorbido por la pasión del arte. Presumo que la bonhomía que transmite la heredó de su padre y me hace pensar que debió de ser un tipo interesante. Su obra lo es.
Volviendo a la exposición, acaba el 15 de agosto. Así que no la dejéis pasar, que una imagen vale más que mil palabras y hay más de 250 obras. Haced la cuenta.