Gnosce te ipsum: el idiota que hay en mí

Por McLovin

Contra la estupidez, los propios dioses luchan en vano.

Friedrich Von Schiller

 

El siglo XX fue un tiempo poliédrico. Los horrores de la Segunda Guerra Mundial suscitaron una serie de cuestiones filosóficas en torno a la naturaleza del ser humano. La Humanidad se pasó medio siglo buscando el origen del Mal, tratando de encontrar y asumir las causas detrás de un periodo tan abyecto, la razón detrás de la sinrazón de un siglo paradójico en el que, como afirma George Steiner en diálogo con Antoine Spire en un librito interesantísimo del Taller de Mario Muchnik (La barbarie de la ignorancia, se lee en una tacada y te deja un poso inmenso), «es posible tocar a Schubert por la noche y marchar por la mañana a cumplir con sus obligaciones en el campo de concentración. Ni la gran lectura, ni la música, ni el arte han podido impedir la barbarie total».

Y cuando pensábamos que el homo homini lupus hobbesiano nos iba a salvar de la quema viene una tal Hannah Arendt y, en su soberbia Eichmann en Jerusalén, le suelta un bofetón en toda regla a la Humanidad con su teoría de la banalidad del mal. Nos pone ante un espejo de esos de feria y nos muestra todas nuestras deformidades, en toda su crudeza. No, no somos lobos, sino vulgares corderos, más obedientes y a la vez más eficaces en nuestra letalidad. Eichmann no era, nos dice Arendt,  un ser demoníaco como nos gustaría creer para dormir más tranquilos sino un gris funcionario, lector de Kant y alérgico a la violencia, uno más a quien la irreflexión «predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo», un pulcro oficinista sin mayor ambición/intención que cumplir a rajatabla sus órdenes, sin cuestionarlas, como si de un diligente empleado del mes se tratara: hacer llegar con puntualidad germánica los trenes cargados de judíos a los campos de concentración. Uno espera encontrarse con Hannibal Lecter y te das cuenta de que la maldad se esconde en el más tópico vecino de al lado, que se sienta junto a ti en misa.

Soy cinéfilo y además fan de 007 desde la infancia (más de las etapas de Connery y Craig, pero fan al fin), así que permitidme que, para quitarle un poco de hierro al tema, utilice el símil. En la última peli de la saga, Spectre, uno empatiza rápidamente con un Daniel Craig que, impecablemente vestido de Tom Ford, lucha contra la malvada organización Spectre. Y es fácil identificar al Mal con el brutal Mr. Hinx, capaz de arrancarte los ojos con sus manos desnudas por el puro placer de hacerlo. Pero, siguiendo a Arendt, caes sin embargo en la cuenta de que la mejor representación del malvado real es un grisísimo Ernst Stavro Blofeld, magníficamente interpretado por Christopher Waltz.

Y entonces te das cuenta también de que en la realidad el que acabaría con el malvado no sería un viril 007 con alguno de los artilugios de Q, sino un grisísimo agente vestido con una anodina mackintosh, más en la línea del que nos dejó para la historia Richard Burton en El espía que surgió del frío. Y probablemente lo haría con un vulgar Bic y no luchando contra una trama para dominar el mundo sino contra algo tan prosaico y con tan poco glamour como una evasión fiscal o una corrupta trama de tarjetas opacas. Así de triste es la realidad.

Lamentablemente, no nos enfrentamos a un simple planteamiento teórico, sino que el siglo pasado fue también pródigo en experimentos sociales y psicológicos cuyo objeto era comprobar la conducta de las personas en circunstancias extremas. Y vaya si lo comprobaron. Recientemente pasaba por las salas de cine la película Experimenter, en la que el actor Peter Sarsgaard se pone en la piel del psicólogo Stanley Milgram, quien llevó a cabo un famoso experimento sobre la capacidad de obediencia del ser humano. Os la recomiendo, pero dejadme que resuma el contenido del mismo pues tiene su miga y es clarificador sobre nuestra naturaleza (Spoiler alert). El experimento consistía en un supuesto estudio sobre la memoria y el aprendizaje. Los voluntarios anónimos (que en realidad eran los conejitos de Indias del estudio sin saberlo) ejercían el rol de “profesores” que reaccionaban administrando descargas eléctricas a los errores en las respuestas de otro “alumno” voluntario –este sí cómplice del estudio- en la memorización de conceptos básicos. Cada vez que el alumno erraba, el profesor debía administrarle una descarga, cuyo voltaje se incrementaba conforme se acumulaban las respuestas incorrectas. Cuando el voluntario manifestaba dudas ante semejante método o ante las (fingidas) reacciones de dolor del alumno, un supervisor (también cómplice) le animaba a continuar con el experimento con frases del tipo “es necesario que continúe”. Milgram quería saber qué porcentaje llegaba a aplicar el voltaje máximo.  Si sus colegas psicólogos predijeron que el porcentaje sería residual, confiando en la bonhomía rousseauniana del ser humano, el experimento demostró que nada menos que el 65% de los participantes apretó el botón de descarga máxima.  “Yo solo cumplo las órdenes” o “Yo no pongo las reglas” son frases típicas de lo que Milgram definió como personalidad agéntica, de plena obediencia a la autoridad. El paralelismo con el caso Eichmann y el concepto de la banalidad del mal está servido.

Otros experimentos sirvieron para refutar otra de las ideas de Hobbes: cuando nos juntamos puede ser aún peor, pues nuestro carácter gregario hace que queramos ser aceptados y así nuestra conducta viene determinada por el rol que se nos asigna en el grupo o por la presión del mismo, sacando a veces lo peor de nosotros mismos. Así sucedió en el experimento de la cárcel de Stanford de 1971 (reflejado en la peli Das Experiment -2001-) o en el ensayo denominado la Tercera Ola que llevó a cabo un profesor de historia en un instituto de California en 1967 y que llevó al cine Dennis Gansel en el film La Ola (2008).

Desolador, ¿eh? Uno piensa que no puede ir a peor. Y se equivoca. Hay quien dio un paso más. Si Arendt nos puso frente a nosotros mismos para desvelarnos la banalidad del mal, el que supo captar el auténtico zeitgeist (no, no me refiero a la madre de todas las conspiraciones, sino a que estamos un paso por delante de la banalidad. Nuestro tiempo es el de la estupidez) fue el historiador y economista italiano Carlo Maria Cipolla en su libro Allegro ma non troppo. Dentro del mismo se incluye el ensayo Las Leyes Fundamentales de la Estupidez Humana, en el que estudia el comportamiento, abundancia y peligro que representan los individuos estúpidos. Un escrito inicialmente publicado en 1976 en edición limitada reservada para los cercanos al autor que fue adquiriendo popularidad (quizá porque ponía negro sobre blanco lo que intuíamos empíricamente) y una creciente circulación clandestina que desembocó en la edición de un libro en 1988. Os conmino a su lectura; es hilarante, con un humor negro que hiela la sangre, así que simplemente me limitaré a esbozar su decálogo, para ir abriendo boca:

  • Primera Ley Fundamental:
    • Siempre e inevitablemente todos subestiman el número de individuos estúpidos en circulación.
  • Segunda Ley Fundamental:
    • La probabilidad de que cierta persona sea estúpida es independiente de cualquier otra característica de esa persona.
  • Tercera Ley Fundamental (o de Oro):
    • Una persona estúpida es aquella que causa pérdidas a otra persona o grupo de personas sin obtener ninguna ganancia para sí mismo e incluso incurriendo en pérdidas.
  • Cuarta Ley Fundamental:
    • Las personas no estúpidas subestiman siempre el potencial nocivo de las personas estúpidas. Los no estúpidos, en especial, olvidan constantemente que en cualquier momento, lugar y circunstancia, tratar y/o asociarse con individuos estúpidos se manifiesta infaliblemente como un costosísimo error.
  • Macroanálisis y Quinta Ley Fundamental:
    • La persona estúpida es el tipo de persona más peligrosa que existe.

Seguro que todos somos capaces de identificar a alguien que cumple estas 5 leyes. Pero no os preocupéis por él, es el espíritu de los tiempos y el futuro es suyo. El ensayo del economista italiano parece especialmente pertinente en un momento en el que Trump puede llegar a gobernar el país más poderoso del mundo. Ya lo vaticinaron los Simpson hace años. Pero yo me quedo con el grandísimo Peter Sellers en Being there (Bienvenido Mr. Chance o Desde el Jardín, también se tituló en español. Un must). El mundo es suyo. Temed por vosotros.

Volviendo al símil bondiano, tras leer a Cipolla, te das cuenta de que aunque te gustaría identificarte con Craig salvando al mundo o incluso, siendo más realista, con Burton (al fin y al cabo se ligó a la Taylor…), en realidad quien tiene más probabilidad de salvar a la Humanidad es un idiota Johnny English con el rostro de Rowan Atkinson. Y entonces te preguntas si la extinción no es una opción más honorable. Y el mundo sigue girando…

Pd. Si os interesa el tema, todavía estáis a tiempo de ver Idiota en el Teatro Pavón Kamikaze hasta el 30 de octubre. Un thriller mordaz y afilado sobre la idiotez y el ser humano. Merece la pena.

 

 

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